Hay ciencia ficción y hay ciencia ficción. Está la que intenta predecir el futuro y acercarse más o menos a la realidad tecnológica, incluso cuando va de naves espaciales y aunque todos sabemos que jamás conquistaremos el espacio (ni falta que nos hace).
Y luego está la otra. La divertida.
La de: «y ahora nos vamos 5.000 millones de años en el futuro a ver como la Tierra se quema al convertirse el sol en gigante roja, que mola».
Me gustan las dos, la solemne y la divertida. Solo que la divertida es mucho más escasa, porque es difícil de hacer bien. Hay que estar dispuesto a hacer el tonto con la cara seria, a escribir una historia sincera y humana sobre robots de relojería atacando a madame de Pompadour. No lo hace cualquiera.
Pero los guionistas de Doctor Who sí que saben hacerlo.
Doctor Who es un clásico de la televisión británica, con años y años de episodios a la espalda. A estas alturas, la mitología de la serie es compleja y retorcida, pero básicamente, el Doctor es un extraterrestre que va por ahí en su combinación de nave espacial y máquina del tiempo, el TARDIS. Siempre va acompañado de alguien más o menos humano que hace de freno.
En 2005, la BBC decidió resucitar la serie. De la mano de Russell T. Davies nace un nuevo Doctor Who -la novena encarnación; porque al morir, el Doctor tiene la capacidad de regenerarse con otro aspecto-, el último de los Time Lords. Pero extraterrestre, Time Lord y viajero en el tiempo, el Doctor es ante todo un hombre lleno de entusiasmo por el universo, que ha visto y hecho tanto que su carisma apenas le cabe en el cuerpo, y que puede ser mortalmente despiadado cuando la ocasión lo requiere. No tiene ni el más mínimo poder, va armado exclusivamente con un destornillador sónico que sólo sirve para abrir puertas y en ocasiones no parece siquiera capaz de operar el TARDIS (a veces le tiene que dar martillazos a los controles). Pero sus enemigos se echan a temblar en cuanto oyen su nombre. Porque el Doctor es como un dios totalmente humano, alguien con un optimismo tan desmesurado que crea su propio campo gravitatorio. El universo se pliega a los deseos del Doctor. Y si no se pliega… bien, el cosmos se lo ha buscado.
Pero el Doctor también arrastra una carga, ser el último de los suyos y haber contribuido a la desaparición de toda su especie en la Guerra del Tiempo contra los Daleks, sus archienemigos. De pronto el Doctor, siempre sonriente y jovial incluso enfrentado al mayor peligro, muda de expresión y la tristeza le invade. Lleva la carga de ser una fuerza de la naturaleza, capaz del bien o del desastre, y de necesitar a alguien que le controle.
La magia de la serie radica en contar historias absurdas -de monjas gatos que curan enfermos, hombres lobos que atacan a la reina de Inglaterra, demonios encerrados en agujeros negros, del final de la Tierra, de su origen, de nanomáquinas en la segunda guerra mundial, de millonarios con museos alienígenas o de hombres cibernéticos dispuestos a conquistar el mundo- sin olvidar en ningún momento que está contando la historia del Doctor y de su fiel acompañante (Rose, en las dos primeras temporadas). Siempre hay un hueco para centrarse en los personajes, incluso en medio de la batalla más cruenta, siempre sabemos lo que sienten o lo que piensan.
El universo de Doctor Who es estrambótico y desmedido, pero está poblado por personas. Doctor Who te lleva al comienzo del tiempo o al final de los tiempos. Todo el universo es su escenario y no hay barreras de tiempo, espacio o mundos paralelos que se le resistan. Y mientras te muestra esas maravillas, te crees que hay personas -con sus dobleces, manías y defectos- contemplando esos prodigios.
Anteriormente:
Mis series del 2006 (II): Paranoia Agent
Mis series del 2006 (III): The IT Crowd