Películas 2013

Eso que dice arriba:

    Enero

  • ¡Rompe Ralph! de Rich Moore
  • Cirque du Soleil: Worlds Away de Andrew Adamson

    Febrero

  • Una carta para Momo de Hiroyuki Okiura
  • Marzo

  • The Cabin in the Woods de Drew Goddard
  • Moonrise Kingdom de Wes Anderson
  • Madres e hijas de Rodrigo García
  • ¡Rompe Ralph! de Rich Moore
  • Looper, de Rian Johnson
  • Robot & Frank, de Jake Schreier
  • Los Croods, de Kirk De Micco y Chris Sanders
  • Septiembre

  • Epic, de Chris Wedge
  • El último unicornio, de Jules Bass y Arthur Rankin Jr.
  • Roujin Z, de Hiroyuki Kitakubo

Libros 2013

Las lecturas de este año:

    Enero

  • Taming the Infinite: The story of mathematics from the first numbers to chaos theory de Ian Stewart
  • What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets, de Michael Sandel
  • A Game of Groans, de George R.R. Washington
  • Febrero

  • The Ancient Guide to Modern Life de Natalie Haynes
  • Sum: Tales from the Afterlives de David Eagleman
  • Incognito: The Secret Lives of the Brain de David Eagleman
  • Marzo

  • A Man of the People, de Chinua Achebe
  • The Education of a British-Protected Child, de Chinua Achebe
  • Hasta el infinito y más allá, de Clara Grima y Raquel García Ulldemolins
  • To Save Everything, Click Here: The Folly of Technological Solutionism, de Evgeny Morozov
  • Intento de escapada, de Miguel Ángel Hernández
  • Abril

  • Bad Samaritans: The Guilty Secrets of Rich Nations & the Threat to Global Prosperity, de Ha-Joon Chang
  • Mayo

  • Decline and fall, de Evelyn Waugh
  • Después del terremoto, de Haruki Murakami
  • Autobiografía de papel, de Félix de Azúa
  • Septiembre

  • Justice, de Michael Sandel
  • Why We Make Mistakes, de Joseph T. Hallinan
  • Idéntico al ser humano, de Kobo Abe
  • El hombre que calculaba: Un cuento oriental para descubrir las matemáticas, de Malba Tahan

Top 3 de libros, 2012

En 2012 no logré mi reto de leer al menos 50 libros en un año. Me quedé muy lejos, aunque la verdad es que tampoco me importa demasiado. Empecé a hacerlo por razones muy concretas y la verdad es que ese propósito lo cumplió muy bien. Puede que este año me lo plantee de nuevo (después de todo, es un reto divertido), pero ya veremos.

Mientras tanto, aquí están los 3 mejores libros que he leído en 2012 (o los 3 que más me han gustado, ya que ambas cosas –no tiene sentido engañarnos– son lo mismo):

  1. Mitologías de Roland Barthes
    Me encantaría ser capaz de pensar así.
  2. Debt: The First 5,000 Years de David Graeber
    He tardado una eternidad en leer este libro, porque cada pocas páginas debía parar para reflexionar. Está repleto de ideas interesantes.
  3. Fábulas de robots de Stanislaw Lem
    El Lem más interesante, más juguetón, más inteligente y más reflexivo. El Lem que no se mira continuamente al ombligo.

Y otro diez libros que me gustaron mucho (o, es lo mismo, que me hubiese fastidiado no haber leído):

  • Wise Children de Angela Carter
    Deliciosa novela cómica sobre el mundo de las apariencias.
  • How to Do Thing with Videogames de Ian Bogost
    Una exploración de todos los usos posibles de los videojuegos. Hay bastantes más de los que parece.
  • A Visit from the Goon Squad de Jennifer Egan
    Una novela sobre el paso del tiempo y sobre las relaciones entre las personas. Cada capítulo tiene además un estilo diferente, ajustado al personaje central.
  • Decoding the Heavens: Solving the Mystery of the World’s First Computer de Jo Marchant
    Y decían que los griegos no eran capaces de hacer esas cosas. La historia del descubrimiento y desciframiento del mecanismo más fascinante de la historia.
  • Inside Apple: The Secrets Behind the Past and Future Success of Steve Job’s Iconic Brand de Adam Lashinsky
    Una visión enriquecedora sobre el funcionamiento de una empresa tan mítica.
  • Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado de Rafael Sánchez Ferlosio
    Un gran ataque contra la idea de progreso. Partiendo del viaje espacial tripulado, Ferlosio va desmontando el concepto de progreso para revelar sus raíces egoísta e interesadas. Imprescindible.
  • Baila, baila, baila de Haruki Murakami
    Una novela que parece ir de una cosa, pero que pronto revela una segunda cara que resulta mucho más rica.
  • The Authenticity Hoax: How We Get Lost Finding Ourselves de Andrew Potter
    El título ya lo dice todo: ser auténtico es imposible y la búsqueda de la autenticidad es un mito peligroso.
  • Economics Without Illusions: Debunking the Myths of Modern Capitalism de Joseph Heath
    Mitos económicos de la izquierda y la derecha. Lo mejor es empezar leyendo los mitos de tu posición política y luego pasar a los contrarios.
  • Paintwork de Tim Maughan
    Ciencia ficción de futuro cercano que se centra, sobre todo, en los olvidados por las grandes ideas de la ciencia ficción.

iPad Mini

Hoy es el día en que Apple, previsiblemente, presentará el iPad Mini (o como acabe llamándose). En Branch tenemos una pequeña conversación preguntándonos qué más cosas veremos. Yo apuesto por un gran énfasis en la educación.


Un certero artículo llamado Drunk on Gadgets describe como los políticos no comprenden la ciencia ni la técnica y esperan que sean como una varita mágica que resuelva todos los problemas. Su punto de partida es que la juiciosa aplicación de ciencia y técnica puede sacarnos de cualquier atolladero. El último párrafo lo deja bien claro:

The “rightful place of science,” to appropriate Obama’s phrase, is somewhere more humble than the pedestal on which politicians would place it. Technology is not a magic wand, even if presidents would like to wield it as if it were. But it takes serious engagement with science to understand its difficulties and limitations. Lowering the cost of health care cannot be done by gadget, nor can gadgets intercept putative missiles reliably, save the economy, or keep people from crossing the border. Gadgets can’t stop terrorism, and they can’t solve the climate crisis. Instead, politicians themselves must confront these dilemmas, the trade-offs and the tough choices. It’s what they are paid for.

Ya lo comenté en su momento: las decisiones sobre cómo y cuándo actuar no son en sí mismas decisiones científicas y tecnológicas, aunque sí son decisiones que se deben tomar teniendo en cuenta nuestros conocimientos científicos y nuestras habilidades tecnológicas. Obsérvese también que el párrafo oscila entre ciencia y técnica, consciente de que avances científicos no implican necesariamente avances tecnológicos, o incluso que el hecho de poseer ciertos conocimientos científicos no implica que interese traducir esos conocimientos en tecnología.

Por desgracia, ese tratar la ciencia (y por extensión la tecnología) como magia no se limita exclusivamente a los políticos. Ignorar detalles sociales, culturales, antropológicos e incluso personales es una forma perfecta de simplificar el problema hasta dar con una solución que parece ideal y simple, pero simplemente porque has logrado dejar de lado todos los detalles que hacen que efectivamente el problema sea difícil. Es como aquellos utopistas que enfrentados al hecho cierto de que la naturaleza humana dificulta la construcción de una utopía real, optaban alegremente por cambiar la naturaleza humana, como si esa segunda opción fuese más fácil que construir una utopía.

Un ejemplo lo vi hace unos días en Twitter a propósito de la situación por la que pasa nuestro país. Más o menos proponía como solución simple e ideal una cadena que empezaba con la investigación científica, seguía con la innovación y acababa en desarrollo. Esa cadena no es más que esa misma visión de la ciencia y la técnica como varitas mágicas capaces de resolver cualquier situación difícil. Esa «solución» sólo es así de simple y trivial porque esconde bajo la alfombra todos los problemas de iniciar la cadena y de pasar de una fase a la siguiente, omite todos los cambios sociales y culturales que serían necesarios para hacerla funcionar.

De hecho, al verla pensé en los gnomos de aquel episodio de South Park que se dedicaban a robar calzoncillos. Ese robo era el primer paso de su plan de negocio, siendo el tercero la obtención de beneficios. Por desgracia, el segundo paso era una enorme «?», porque no tenían ni idea de cómo pasar de la primera fase a la tercera.

Los gnomos también creían en la magia.

Los placeres de la lectura

Empiezas a leer un libro titulado The Pleasures of Reading in An Age of Distraction, de Alan Jacobs, y te entra un poco de miedo (a pesar de las recomendaciones). Te esperas el habitual texto religioso sobre los grandes milagros de la lectura, sobre todo los bueno que te acaecerá en cuanto decidas leer uno a uno esas listas de libros obligatorios que rara vez son listas de libros agradables sino más bien lo que debes leer si quieres convertirte en profesional académico. Temes una larga tirada contra el mundo moderno, por esa manía que tiene de ofrecernos otras formas de pasar el tiempo, de lanzarnos distracciones que nos impide el monacal y casto ejercicio de la lectura. En suma, esperas una nueva elevación de la lectura al puesto más alto de las habilidades humanas.

Y a pesar de que hay rastros de esas tendencias (por mucho que el autor, sabiamente, intenté controlarlas), el libro es en general una apasionada defensa del simple placer que la lectura ofrece a, y esto es importante, los lectores. Denuncia incluso esos libros tan serios que te explican cómo leer y que jamás se plantean tus razones para leer; dan tan por supuesto la obligación de leer que ni se lo cuestionan (y no hablemos ya de esas listas de libros que debes leer antes de morir, como si al llegar a la otra vida el primer obstáculo fuese sufrir un examen de literatura, como si la idea de morirse no fuese en sí misma lo suficientemente traumática).

¿Cuál es el criterio entonces? Si es todo el placer del lector, si debemos evitar la tendencia a promulgar unas lecturas imprescindibles, ¿caemos entonces en el extremo de afirmar que cualquier lectura es válida? No, responde, y tiendo a estar de acuerdo: si quieres ser mejor lector, debes saber guiarte a ti mismo. Hay guías y guías.

Y en cuanto a las distracciones, siempre las ha habido y siempre las habrá. Cuando yo empecé a leer (a los 9 años, bastante tarde para lo que suele ser habitual) tenía la tele a mi alcance. Hoy hay quizá más aspectos tecnológicos y por tanto más posibilidades de distraerse, lo que puede dificultar las cosas si lo que quieres es leer. El autor recomienda dos soluciones, una de ellas simpáticamente tecnológica: El Kindle por un lado y la lectura lenta por el otro. El lector Kindle porque por su propia naturaleza te obliga a concentrarte al reducir las posibilidades de interaccionar con otras cosas (por no darte, ni siquiera te da la opción de saber físicamente lo que te queda por leer). Comprendo la idea, pero no la comparto en exceso. La otra es simplemente concentrarse en la lectura, leer deliberadamente con lentitud, sin hacer de terminar el libro una carrera. La verdad es que parece mucho mejor solución.

Me gusta este libro por la defensa que hace de leer por gusto, dejándose guiar por los cambios de personalidad e interés. No leer con un plan establecido, sino permitir que lecturas anteriores influyan en las futuras. Otra cosa que me gusta es que admite que ser lector es algo minoritario, que pretender que todos el mundo ame la lectura es absurdo y que ese fin educativo va muy descaminado. Una cosa es leer para obtener información y otra muy diferente es leer por placer. Como en casi cualquier otra afición, los lectores de ese segundo grupo son minoría. Así ha sido siempre y así seguirá siendo; y no tiene nada de malo que así sea.

Desmitificar la lectura es una tarea necesaria y este libro lo hace bastante bien con muy buen humor. No se lanza contra nadie, pero deja claro lo que considera los excesos de la pontificación de la lectura. Su principal objetivo es defender la idea del lector como alguien capaz de seguir sus propio camino entre los libros. Eso mismo.

El pasado

Recomiendo la lectura de Algunas ideas sobre la función del patrimonio de Adrián Hiebra porque desempaqueta mucho de los supuestos del caso Ecce Homo. ¿Cómo es posible que la alteración de una pintura que nadie conocía y que estaba en pleno proceso de desaparición pueda causar tal nivel de indignación pública? ¿Es realmente una preocupación por «el arte» o se trata realmente de un cotilleo por las circunstancias? ¿Por qué creemos que el arte es siempre bueno y se debe conservar? ¿Cuál es la función del patrimonio? Y más aún, ¿cuál es nuestra relación con el pasado y por qué sentimos la necesidad de redefinir lo viejo como clásico? ¿Qué nos hace pensar que lo de hace 200 años es mejor que lo de ahora?

Es esa última parte la que me llama más la atención: nuestra anómala reacción a distintos momentos del tiempo, nuestro desaforado apego al pasado, nuestro desprecio a lo nuevo o lo novedoso.

Se me ocurren algunas ideas.

El pasado es una cómoda y extensa región. El pasado está ahí, ordenado, delineado, como uno de esos exquisitos jardines donde todo está decidido. El pasado sigue movimientos, reglas, periodos, una cosa sucede a la otra y siempre sabes dónde estás, sus avatares guiados por una más o menos explícita progresión histórica, por una narrativa. Al pasado se llega por simple virtud de sobrevivir. Con el paso del tiempo, lo viejo se convierte en antiguo y acaba ocupando un lugar de honor en el pasado.

En contrate, el presente es caótico, fluido, mareante, incomprensible. Intentar dotar de sentido al presente exige un esfuerzo continuo y nada te garantiza lograrlo. Los libros escritos sobre el presente son irónicamente parte del presente y por tanto están sujetos a sus mismos problemas, sus autores están tan perdidos como nosotros (es, por tanto, mucho más sencillo regresar al pasado y buscar allí el origen de nuestro mundo, como el borracho que busca las llaves bajo una farola porque allí hay más luz). Además, el presente es pequeño: apenas una delgada capa de dos o tres años de espesor, aunque puede ensanchar si la situación es realmente confusa. Comparado con el vasto pasado, el presente es más bien poca cosa, por mucho que sea el lugar en el que vivimos.

El futuro ni siquiera existe. El futuro está totalmente vacío, sin amueblar. Y como en todo piso sin muebles, lo que resuena en él son nuestras propias palabras, los ecos de lo que fuimos pensando sobre él. Del futuro sólo hay imágenes, conjeturas, elucubraciones. Las ideas sobre el futuro pertenecen, también irónicamente, sobre todo al pasado, que las atesora con mimo. Eso explica que se pueda sentir nostalgia del futuro —en estos días, el ejemplo es el viaje a la luna— porque realmente lo que se siente es nostalgia de alguna visión anterior del futuro.

No es de extrañar que en cierta forma el pasado nos parezca más real que el presente. El presente nos limitamos a vivirlo, mientras que el pasado podemos estudiarlo. Recuerdo de hace unos años un par de cursos sobre arte de vanguardia. El arte hasta 1980 estaba razonablemente claro, todo ocupando su lugar, todo en su sitio, como quien tiene una colección de sellos. Con pasión filatélica podías discutir si ese artista correspondía a esa página o a otra, pero rara vez se dudaba del orden. En contraste, todo lo posterior a 1980 era un caos, una maraña imposible de desentrañar, en la que no servía ninguna de las herramientas que habías desarrollado antes y todavía no habías logrado inventar una que fuese útil. Por tanto, el curso se limitaba a ofrecer una retahíla de nombres, algunos movimientos tentativos y muchas imágenes. Es lo más que se podía hacer. El orden sólo llegará cuando toda esa época sea ya definitivamente pasado.

En un episodio de Futurama, Fry se compra una tele de superalta definición y declara sin vacilar que tiene más resolución que la realidad por lo que no precisa salir al exterior. De la misma forma, a nosotros el pasado nos parece más real que la realidad, más claro, más definido: hiperreal. El pasado nos ofrece la ilusión de comprender, mientras que el presentes nos ofrece la sensación de estar perdidos. El futuro es una tierra prometida en la que nunca entraremos.

A pesar de que a mí no me gustaría nada vivir en el pasado (sé que en eso soy raro, pero para mí el pasado es como mucho un sitio interesante que visitar), comprendo su enorme atractivo. No me sorprende nuestra tendencia a valorar un objeto de hace 100 años por el simple hecho de haber aguantado tanto. Valoramos la supervivencia, lloramos más la muerte de un hombre ya mayor que lo logró todo en la vida y apenas reseñamos la de un joven que lo tenía todo por delante. Por mucha que insistamos en que miramos al futuro con esperanza, en realidad nos gusta más lo ya hecho que lo que está por hacer.

Nos gusta vivir en el pasado. Nos gusta atesorar lo que allí había. Nos gusta sentir esa conexión inefable con un mundo ya desaparecido. Por gustarnos, incluso nos gustan las fantasías del pasado sobre nuestro presente y nuestro futuro, y consideramos sus ideales mejores y más dignos que los que nosotros podamos concebir. Cuando buscamos soluciones a nuestros problemas, una vuelta al pasado es siempre la primera solución que se nos ocurre.

En suma, tenemos demasiada memoria. Guardamos demasiadas cosas.

Quizá deberíamos plantearnos aligerar algo de esa carga.

Aprender a olvidar un poco.

De postre, de Mauro Entrialgo

Resulta simpático encontrarse a Mauro Entrialgo tan juguetón y fantasioso, aunque puede argumentarse que esas características ya están presentes, más o menos en la superficie, en el resto de su obra, incluso allí donde es más social y más crudo. Por ejemplo, cuando juega con las portadas y las tapas (como hace también en este caso) o cuando los personajes ejecutan algún malabarismo lógico. Pero este libro, por necesidad, es completamente así. Juguetón y fantasioso es su razón de ser.

De postre reúne 110 chistes («para todos los públicos» nos advierte la misma portada) publicados en un suplemento dominical. Se trataba del chiste de «cierre», la recompensa final de la lectura, el postre. Pero como todo postre, también quedaba la tentación de tomarlo primero. Y como todo postre, tiene que ser para todos los públicos, para adultos y para niños (y de hecho, otro elemento juguetón del libro es que contiene dos epílogos, uno para adultos y otro para niños).

El libro está lleno de robots (sobre todo gigantes), monstruos, vaqueros, seres mitológicos, espacios lejanos, parques, edificios modernos, supermercados, viajes espaciales… Toda una serie de obsesiones que dan pie a chistes que en realidad son sobre la percepción humana. El humor de Mauro Entrialgo se clava directamente en el espacio que hay entre nuestras creencias sobre las cosas y las cosas en sí. En la página 70, una frase de lo más normal oculta una realidad mortal. En la 54, la lógica de los símbolos del éxito se lleva al extremo más absurdo. Y hablando de distancia entre lo que creemos ver y la verdad, nada mejor que la página 49. Muchos de esos chistes aprovechan la ciencia ficción o lo fantástico para desenmascarar nuestras más queridas justificaciones, las que nos permiten considerarnos héroes de nuestras vidas.

De este libro me gusta todo. Me encantan los chistes, sobre todo cuando bordean lo surrealista como (mi preferido) el de la página 93 (que además, es un excelente chiste científico). Me encanta que el tono del libro sea tan fantasioso pero sin sacrificar la inteligencia de los comentarios. Me encanta el color en acuarela. Vamos, que me parece un libro delicioso y uno de los mejores de su autor.

Ciencia y decisiones

El texto La izquierda magufa y los escépticos de derechas plantea varios temas interesantes. Quizá demasiados, la verdad, lo que provoca cierta confusión, aunque bien es cierto que puede considerarse que todos ellos van formando una cadena y que su separación no haría justicia al conjunto.

Tras dos párrafos sobre seudociencia, entra en materia comentando la extraña equivalencia, en la mente de cada vez más gente, entre la izquierda política y las creencias seudocientíficas. Por desgracia, puede resultar fastidiosa esa equivalencia, pero parece cierto que cada vez da más esa impresión: ser de izquierda es aceptar ciertas creencias que no tienen nada que ver con la política pero que quizá tienen como función dejar clara una posición «contra». Quizá sea, como apunta, a que la izquierda parece haberse convertido en un proyecto siempre en oposición.

Y si aceptamos que para el imaginario popular (que no necesariamente en la mente del autor del texto) los seudocientíficos son de «izquierdas», entonces sus opuestos en el otro lado son «conservadores» (efectivamente, yo hubiese elegido otros términos para no crear confusión política). Y éstos serían los escépticos científicos. Y guiándome por lo que he visto en Twitter, aquí llega la parte más confusa del texto: ¿cuál es el gran problema del escepticismo? Sin embargo, la cuestión queda clara en un párrafo:

De nuevo, es una perspectiva muy miope. Desde el punto de vista de su justificación, los conceptos científicos apenas tienen contexto político y social; la tecnología, en cambio, apenas tiene otra cosa. Desarrollar una técnica o un protocolo en ingeniería, medicina o farmacología es descartar ciertas posibilidades en favor de otras. No es una inferencia a partir de unos teoremas bien definidos sino una decisión práctica en la que, entre otras cosas, influyen valores, intereses y sesgos. Cuando aceptamos la verdad científica, asentimos a la autoridad de la razón, cuando aceptamos la verdad tecnológica, asentimos a la autoridad sin más.

La idea es sencilla, tanto que resulta un poco preocupante que no sea evidente: de un hecho científico X no se deduce de inmediato una actuación Y. Aún admitiendo que X esté libre de valores (idea que yo no rechazaría tan alegremente), la acción Y sobre el mundo no lo está y en sí misma refleja todo tipo de condicionantes. Eso no quiere decir que una cierta política o acción se deba decidir y ejecutar desoyendo a la ciencia, no, más bien todo lo contrario. El conocimiento cabal del mundo es fundamental para tomar decisiones, pero no es el único criterio. Para dar forma a la decisión hay que tener en cuenta toda una serie de valores que uno aspira a preservar o a promover. Tener un conocimiento cabal de X no implica necesariamente una única acción posible. Lo contrario sería tener un gobierno puramente tecnocrático, donde los valores de la sociedad fuesen sustituidos por los valores de ciertos grupos dedicados a la promoción de ciertas tecnologías.

En ese aspecto, la situación que plantea es similar a cualquier otro escenario moral. Simplemente, de los hechos crudos del mundo no se deduce una actuación. Sobre un ejemplo de esa situación escribí hace tiempo en Responsabilidad cósmica. Si descubriésemos que estamos solos en el universo, ¿deduciríamos de ese hecho nuestra obligación de colonizar la galaxia? No, claro que no. Nuestra soledad galáctica puede ser un hecho indiscutible, pero nuestra reacción ante ese hecho, y por tanto lo que estamos dispuestos a hacer, se deriva de nuestra inquietudes, actitudes, aspectos morales y demás. Una persona que creyese que la vida debe ocupar el universo estaría de acuerdo en colonizarlo. Otra persona que dijese que es mejor preservar las cosas tal y como son, estaría en contra. De la misma forma, el texto ofrece el ejemplo de los transgénicos: uno puede aceptar su perfecta inocuidad y seguir oponiéndose a ellos en base a otra serie de valores que le interesa que la sociedad apoye o defienda.

Tiene razón en que posiblemente sea esa deriva automática de X a Y, de los hechos a la acción, el punto débil más importante de los escépticos (también apunta carencias epistemológica, de lo que ya no estoy tan seguro). También supongo que es normal que suceda, porque dados dos grupos en oposición, las opiniones de ambos grupos van radicalizándose para distinguirse mejor. En una pelea, las matizaciones se toman como debilidades y por tanto tienden a evitarse, e incluso en los casos más extremos los grupos las rechazan internamente. Pero si acaso, eso lo hace más triste.

El éxtasis de la influencia

Mientras escribía «Una fantasía» no dejaba de sentir el insistente asalto de una idea: eso ya lo había leído antes. Vas escribiendo, encadenando palabras, inventándote una señora mayor y un cuadro, y no dejas de sentir el déjà vu del reconocimiento. No en los detalles, por supuesto —en general sé de dónde salen— pero sí en el propósito del texto, su intención y evidentemente los temas que plantea.

Y claro que lo he leído antes, porque el modelo es más que reconocible. Es una simple historia que plantea unas preguntas y cuya única función es recrear las condiciones adecuadas para esas preguntas. Es un texto de laboratorio —o de pregunta de examen—, que aspira a limitar las variables a las mínimas posible. Y claro que lo he leído antes, porque efectivamente he leído un montón de textos así, todos del mismo molde. Cualquier libro de divulgación filosófica está repleto de narraciones que siguen ese modelo. Y probablemente en algunas se planteasen preguntas muy similares (y, con toda seguridad, la pregunta de ¿Qué es el arte?).

¿Cuál sería la alternativa? ¿No hacer preguntas que me parecen divertidas e interesantes? ¿Intentar leer completa la bibliografía (¿cómo sabrías que está completa?)? Casi mejor seguir adelante, aunque sepas que no eres nada original, que intentar analizar todo lo que se dijo en el pasado para no repetirlo. Asumir que repetir una y otra vez es parte de la condición humana (una idea que no tiene nada de original).

Pero, ¿qué hay de los detalles? Da la impresión de que los he dejado escapar con demasiada facilidad. Si lo pienso bien, los detalles no son tan míos como me parecen a simple vista y con el peso del pensamiento esa sensación de posesión se va desvaneciendo. Si alguien al escribir con el paso del tiempo va dibujando las líneas de su propia cara, ¿no podría ser que su propia cara fuese el resultado de lo que va escribiendo? Es decir, lo que soy ahora mismo es resultado de tantas influencias (de tantos «genes y circunstancias» que decía el filósofo) que parece absurdo pensar que lo que escribo me refleja a mí, cuando más bien lo que soy es reflejo de lo que escribo por efecto de las influencias.

Por tanto, si me pongo a pensar, lo más asombroso es lo poco de mí que hay en lo que digo. En realidad, da la impresión de que un buen montón de ideas, impresiones, prejuicios y sensaciones se concentran en cierto lugar y brevemente adquieren cierta solidez. Es tentador pensar que yo causé ese momentáneo punto de reunión, pero probablemente sea más exacto decir que esa fugaz confluencias fue momentáneamente mi yo.

Una fantasía

Un día entro en una tienda de antigüedades. En ese mismo momento, la propietaria –una señora ya muy mayor– sube con esfuerzo del sótano un cuadro cubierto por una lona. Lo acaba de encontrar, me dice. Lo debió comprar su madre –de quien heredó la tienda y el oficio– o su abuela –de quien la heredó su madre– y acabó en el sótano durante todos muchos años. Ella no sabía que estaba —ahí abajo hay un mar de objetos— y fue sólo ahora, al decidir ante la ausencia de clientes rebuscar en un rincón, el encontrarlo.

Lo descubre y me encanta. Me parece una obra magistral. Milagrosamente, su larga estancia en el sótano apenas lo ha deteriorado. Lo compro sobre la marcha y envuelto con la misma manta me lo llevo. Poco después descubro que la anciana anticuaria murió al día siguiente sin tener oportunidad de contar a nadie la historia.

El cuadro lo encierro en mi cámara acorazada (es una fantasía, así que bien puedo tener una cámara acorazada). Durante años lo visito y lo contemplo. Un día, muchos años después, entro en la cámara, rocío el cuadro con alcohol y le prendo fuego. Contemplo cómo se extingue lentamente. Ahora sólo quedan cenizas. De la obra maestra que compré sólo queda la ausencia.

Digamos que al día siguiente (aunque no me hace mucha gracia) yo también muero sin haberle contado nunca a nadie nada sobre ese cuadro. Mis herederos sólo hallarán una cámara que contendrá un conjunto de objetos y entre ellos una ausencia que no podrán percibir. El conjunto vacío es invisible.

Ahora la pregunta, ¿he cometido un daño a la humanidad quemando el cuadro?

Si la respuesta es que sí, ¿a quién he dañado exactamente? Nadie sabía nada de ese cuadro. Pasó tanto tiempo en el sótano que nadie que lo conociese anteriormente está ya vivo. Cuando se vuelva a abrir la cámara acorazada, todas las personas que conocían sus aventuras posteriores también habrán muerto. Es tal cual como si ese objeto no hubiese existido nunca. No es ni siquiera el caso de un ser humano que ha sufrido un daño enorme pero ya no lo recuerda (por amnesia o por la acción de algún dispositivo de ciencia ficción), es más bien como si el cuadro fuese una ficción. Y aunque fuese real, un objeto por su misma naturaleza no siente ni piensa (o al menos, no siente ni piensa como sentimos y pensamos nosotros, y por tanto no se le aplica el daño por el que esto preguntando), por lo que su destrucción puede considerarse lamentable como mucho, pero no un daño.

Es más, podría argumentarse fácilmente que la humanidad tiene demasiada memoria, que se conservan demasiadas cosas del pasado, que los intentos de preservarlo todo son incluso contraproducentes y producto más bien de una mentalidad pequeñoburguesa que exige un registro de todo, incluso de lo que no interesa. Al contrario, si desapareciese del mundo todo el arte conocido, podríamos empezar de nuevo desde el principio, que el pasado en este caso es más un lastre que nos impide lanzarnos a la aventura. El apego a las cosas nos limita y paraliza.

Si la respuesta es que no, ¿no tenemos en cuenta todo el bien potencial que podría haber producido ese objeto de haberse revelado su existencia? Si era efectivamente una obra maestra, y sólo tenemos mi palabra a tal efecto, ¿no habría sido un bien enorme haber construido un museo a su alrededor, haberlo donado o de cualquier otra forma haber facilitado y difundido su disfrute? ¿No sería nuestro imperativo moral hacer el mayor bien posible? Si así es, no actuar de esa forma podría considerarse un daño si estaba en nuestra mano hacer el bien. Quizá el daño no radique en haber destruido el objeto, sino en haber destruido el futuro disfrute cuya existencia podría haber reportado a otros.

Si toda obra de arte es un apuesta futura, lanzarse al vacío del tiempo confiando en dar algún día con un receptor que la pueda disfrutar, es fácil argumentar que hemos impedido esa resonancia futura. Y con ella, podría ser que hubiésemos perdido todas las obras que la existencia de este cuadro podría haber inspirado. ¿Cuántas vidas artísticas he truncado con su destrucción?

(¿Qué hay de todas esas obras ahora mismo encerradas en algún lugar? Podría ser que una obra de arte de la que nadie puede disfrutar ya no es una obra de arte.)

Parece haber una tercera opción, que es la neutral. La destrucción del cuadro no fue ni un daño ni un bien, fue un simple gesto (quizá, pienso yo, una performance privada) que no tiene mayor consecuencia sobre el mundo. La humanidad está en el mismo estado antes y después de que ardiese el objeto. Además, un objeto más o menos en el mundo da un poco igual.

Pero argumentar la neutralidad ¿no es lo mismo que argumentar que no hubo ningún daño? Después de todo, si quemarlo no tiene mayores consecuencias entonces podremos concluir que la respuesta es que no.

Otra opción, diferente, es imaginar una línea, hipotética con toda una gradación de reacciones. En un punto de la recta, quemarlo fue un daño claro, en el otro extremo de la recta no lo fue en absoluto. Y en otras posiciones, dio igual, lo que podría considerarse un «no» pero posiblemente sea sobre todo indiferencia. Y en muchos puntos, algo de daño, simplemente, mayor o menos a medida que nos acercamos a uno de los extremos.

Posibles variaciones:

  • La obra era conocida para algunas personas, pero tú no tenías ni idea de que existía y de saberlo jamás hubiese ido a verla. Ahora ha sido destruida, ¿te afecta o no? Las intenciones de la persona destructora no importan. Puede haber sido con la mejor voluntad del mundo.
  • Justo después de comprarla, contrato a un excelente falsificador (un hombre muy mayor, por lo que su esperanza de vida también es limitada) para que copie el cuadro. El resultado es extraordinariamente fiel y reproduce incluso hasta el daño del tiempo. A continuación destruyo el original. Años después, mis herederos dan con el cuadro sin saber que es una falsificación. ¿Se ha perdido algo?

El imperio de los signos

Un día, Roland Barthes fue a Japón. Miró atentamente a ese país. Luego imagino otro país, similar —haciendo uso de lo que había visto en Japón— pero totalmente imaginario, con todas las características positivas que se derivan de la inexistencia. A continuación, giró la cabeza, miró fijamente a ese lugar imaginado y olvidó por completo, o casi, al país que ahora tenía detrás. Logró así un signo perfecto, puro, sin referente. Un signo que no se correspondía con nada real.

Y procedió a leerlo.

Porque eso es lo que él hacía.

Él leía.

Donde nosotros leemos palabras sobre el papel, él leía la realidad entera.

Pueden imaginar que la relación de este libro con el Japón real es más bien tenue. Incluso es difícil establecer su posible relación con la imaginación de Roland Barthes. Barthes al final, tras irse bien lejos, más allá del horizonte de las convenciones occidentales con las que nació y vivió, logra construirse su texto ideal, el que puede analizar sin referentes, porque los desconoce y no le importan. En Mitologías cuando habla, por ejemplo, de una portada de revista de cotilleos, es dolorosamente consciente de entender lo que hay detrás, lo que hay delante, lo que hay a derecha y a izquierda, incluso lo que hay en otras dimensiones paralelas. Ese conocimiento es, efectivamente, la razón por la que puede identificar el mito, porque ve las piezas situadas en distintos niveles y su interrelación, pero es un conocimiento que también le limita. En El imperio de los signos logra liberarse de la ciencia, porque no hay referente tras su país imaginario, y por tanto puede leer con libertad.

(Todo eso lo cuenta, más o menos, en las dos primeras páginas).

Así lee las máquinas Pachinko, la comida (cuya única envoltura es el tiempo), el centro vacío de Tokio (ocupado por el palacio) (en un momento dado incluso se declara lector, no visitante). De la ausencia de direcciones nos dice que según Tokio “lo racional no es más que un sistema entre otros”. Incluye seis páginas extraordinarias sobre los paquetes de el Japón (que es como llama a su versión de Japón). Reflexiona sobre el gesto y al acto en el teatro de muñecos. Todo lo que dice del haikú me parece delicioso, aunque no estoy seguro de que se corresponda con el haikú real o con algún haikú concreto (“el haikú no sirve para ninguno de los usos (a su vez también gratuitos) concedidos a la literatura”). Incluso lee las caras y los cuerpos japoneses, relacionándolos con los signos de hombre y mujer.

Y así sucesivamente, con los temas más variopintos, centrándose sobre todo en la cotidianidad de el Japón, pero intentando siempre mantenerse en la superficie lectora, en las letras. Para él la línea recta es una línea recta en sí misma y no esconde nada más. Por tanto, El imperio de los signos (que yo no puedo evitar leer en francés como L’Empire des singes, imaginándome que es una sexta parte o similar) es ante todo un libro sobre la aplicación por parte de Barthes de método de Barthes, una serie de textos sobre su libertad lectora. Un librito extraordinario que es mejor leer como lo que realmente es, una escapada poética.

iPad 7

No, no, no la séptima iteración del iPad, sino la idea de que Apple podría sacar un iPad de siete pulgadas (que serían en realidad 7,85, más cerca de 8 que de 7) como complemento al iPad actual de 10 pulgadas (que en realidad es de 9,7). Mucho se ha hablado y escrito sobre ese hipotético producto (recomiendo: The case for a 7.8″ iPad, Let’s Try to Think This iPad Mini Thing All the Way Through y Thinking This iPad Mini Thing Even Througher). Les resumo: 7,85 pulgadas, resolución 1024×768 (la misma que el iPad original y el iPad 2, y con el mismo ratio 4:3), como un 66% del iPad actual, un precio que iría entre los 200 y los 250 dólares y se pondría a la venta en octubre, justo a tiempo para la campaña de Navidad.

Evidentemente, que alguien sugiera todo eso, que haga cálculo, que indique que se trataría fundamentalmente de cortar de otra forma la misma pantalla que lleva el iPhone 3GS (que es de 480×320) no implica que Apple vaya a sacar ese producto. Es más, si no lo hace ni siquiera será legítimo hablar de que Apple ha cambiado de opinión o similar, porque estamos en el puro terreno de los rumores. Pero, ¿es posible?

Por ser posible, muchas cosas son posibles. ¿Qué razones hay a favor y en contra? Pues precisamente eso es lo que pretende elucidar el branch iPad 7″, ¿sí, no? ¿por qué? donde un buen grupo de personas han invertido ya varias horas en discutir la cuestión y cuya lectura recomiendo. Al margen de las razones ofrecidas, lo más fascinante de esa discusión es comprobar que cada uno de nosotros tiene una imagen diferente de lo que es Apple, de lo que Apple está dispuesta a hacer y de sus razones para hacer o dejar de hacer las cosas. Cada uno busca la esencia de Apple y cada uno de nosotros acaba con una idea diferente de esa esencia.

Por ejemplo, hay quien comenta que sería un rollo para los programadores, porque habría que cambiar resoluciones y demás, introduciendo un mayor grado de fragmentación. Otros dicen que una pantalla de 1024×768 no sería retina y que Apple jamás introduciría un producto que no ofreciese al menos lo mejor que ofrece ahora mismo. También se comenta el tema del precio y que Apple no introduce versiones más baratas de sus productos. De hecho, en muchas respuestas parece haber un regusto del mito fundacional.

El mito fundacional en este caso es el siguiente: Steve Jobs vuelve a Apple, se acerca a la pizarra, dibuja un cuadrante y dice que Apple sólo puede tener un producto en cada una de esas categorías. Es un mito de simplificación, casi zen, en el que uno deja sólo estrictamente necesario. Pero ahora mismo, Apple es un empresa con un buen montón de dinero —lejos de la empresa al borde de la quiebra con la que se encontró Jobs— y en proceso de cambio al convertirse en un gigante mundial, modificando unos productos para adaptarlos a versiones futuras, por lo que varios dispositivos se solapan. Por eso cuentan que Tim Cook —que lleva una empresa muy diferente en muchos aspectos— prefiere decir que todos los productos de Apple se pueden colocar sobre una mesa de reuniones. No es la sencillez austera del cuadrante. Es una forma diferente de sencillez.

¿Para qué querría Apple un iPad de 7 pulgadas?

Supongo que sobre todo para satisfacer un requerimiento del mercado que se considera lo suficientemente grande como para merecer la pena. Si hay mucha gente pidiendo tablets de 7 pulgadas, pues podría ser interesante ofertarlo. Sobre todo si este tablet al salir al mercado ya podría ejecutar todas las apps actuales para el iPad convencional (se verían más pequeñas, claro, pero en la mayoría de los casos se podrían usar sin muchos problemas). De paso, se pararía los pies a muchos de los nuevos tablets que por distintas razones han optado por ese tamaño (aunque en general con otro ratio). Y probablemente Apple podría ganar bastante dinero vendiendo ese producto.

Pero también podemos considerar otros dos factores.

El primero de ellos es el tamaño del mercado global de tablets. Si el mercado del iPad de 10 pulgadas ya está cubierto y el que se lo ha querido comprar ya lo ha hecho y el que se lo quiera comprar en el futuro ya lo hará, podría tener sentido crear otro mercado en otro rango. Quizá un iPad de 7 pulgadas no saldría a competir con los otros tablets de 7, sino más bien a crear todo un mercado de tablets de 7 a 200 dólares que Apple podría ocupar con la misma comodidad con la que ocupa el otro segmento. Digamos que aquellos que no se compran un iPad al precio actual quizá estarían dispuestos a comprar un iPad a 250 dólares, sobre todo si tenemos en cuenta que ese hipotético dispositivo encajaría en el enorme ecosistema ya existente. Se trataría de hacer que el pastel fuese más grande.

El segundo es el famoso efecto halo: el uso de un producto Apple te lleva a acabar comprando otros productos de la misma empresa. Como conozco varios casos de ese efecto, no me cuesta nada pensar que un iPad de 7 pulgadas relativamente barato podría acabar vendiendo otro productos de la empresa, de la misma forma que el iPod logró vender muchos Macs, de la misma forma que el iPhone ha creado más de un switcher. De nuevo, no sería tanto tapar un agujero en el rango de precios del iPad como ofrecer una oportunidad de acercarse a los productos de la empresa y reforzar el atractivo del ecosistema global.

Considerando que el iPad ha creado todo un mercado, y oportunidades laborales, que no existían hace 3 años, no dudo que un iPad Mini (o iPad Air) podría ampliarlo aún más. Más gente comprando un iPad (el que sea) es más gente usando apps, y por tanto más gente que hace que la creación de apps sea mejor negocio. Como persona dedicada a eso, comprenderán que me llama la atención esa posibilidad (y también, entre otras cosas, la de dar nueva vida a apps que ya no se ajustan al iPad retina). Aunque si les soy sincero, me gustaría mucho más poder programar para el Apple TV, que uno tiene sus obsesiones.

De nuevo, no son más que elucubraciones. De la misma forma que veo a Tim Cook presentando exclusivamente un iPhone 5 (aunque me sorprendería que no aprovechasen para renovar la gama iPod), también me lo imagino fácilmente dando un golpe y presentando todo un torrente de producto de cara a las navidades. Vamos, que soy incapaz de decidirme: los veo posible y no posible a la vez. Como parece que el 12 de septiembre tendremos presentación (aunque estrictamente es otro rumor), queda menos de un mes para salir de dudas.

Otros lobos

Yo no sabía que en la versión de Caperucita Roja de los hermanos Grimm había dos lobos. Desde niño conozco al primero, el que se come a la niña y a la abuelita, el que es convenientemente rajado por el cazador. Pero curiosamente, la versión de los hermanos (que es la fusión de dos versiones anteriores) termina y comienza de nuevo. Hay otro lobo tras el primer lobo.

Es como si los lobos no se acabasen nunca.

Ni los lobos ni los osos.

Los osos tampoco se acaban nunca.

El cuento aparece en The Classic Fairy Tales, una antología crítica de Maria Tatar. El libro está dividido en secciones dedicadas a un personaje (que son en realidad distintas categorías de cuentos), reuniendo distintas versiones de los cuentos junto con análisis críticos. La primera de esa secciones está dedicada a Caperucita Roja.

La primera versión de Caperucita de la antología es “The Story of Grandmother”, que pertenece a la tradición oral (aunque se puso por escrito después de alguna de las versiones más famosas) y que por tanto se considera más fiel al espíritu original del cuento. Los elementos básicos son iguales, pero la historia contiene más violencia y sexo. El lobo guarda la carne de la abuelita en la despensa junto con botella con su sangre y luego intenta que la niña beba de ella. También le pide que entre con él en la cama y ante las preguntas de la niña de qué hacer con cada pieza de ropa, el lobo responde que la arroje al fuego porque ya no le hará falta.

Pero la gran diferencia de esta versión es que la niña se salva por sí sola, empleando su ingenio. Engañando al lobo, finge querer hacer sus necesidades. A pesar de que el lobo insiste en que lo haga en la cama, la niña le convence para salir al exterior, atada por una cuerda. Una vez desatada, huye de allí.

(“The False Grandmother, una versión de Italo Calvino de un cuento italiano también incluida en la antología, sigue una secuencia similar, pero cambia al lobo por una ogresa y añade algunos elementos para demostrar el buen carácter de la niña).

La introducción plantea que este tipo de cuentos hunden sus raíces en la sociedad campesina, y probablemente su función fuese simplemente animar las noches frías o algo así. Posiblemente el lobo fuese el reflejo de un hombre manifestando su enorme apetito sexual y que el cuento aprovechase esa posibilidad por sus efectos cómicos y grotescos sin intentar sacar una moraleja. Pero me llama especialmente la atención que la heroína sea capaz de huir. Que el cuento no vacile en mostrar el cruel destino de la abuelita me indica que el triunfo final de la niña es completamente intencionado.

No pasa lo mismo con Perrault, claro, que “limpia” todo lo que le parecía mal de la historia original, convierte a la niña en una estúpida y hace que el lobo simplemente se la coma al final. Y por si el sentido del cuento no quedaba claro, no vacila en pegarle una moraleja, tornando al lobo en un depredador abstracto que no necesariamente deja ver su ferocidad animal. Los lobos domados son los más peligrosos, nos dice. El hombre que mejor se porta puede ser el peor, es lo que debemos leer.

En la versión de Perrault la pobre Caperucita no tenía ni la más mínima oportunidad. Es una víctima desde el comienzo del cuento. Ni siquiera sabe (y aparentemente a su madre no se le ocurrió contárselo) que es peligroso hablar con los lobos. La pobre es responsable de todo lo que le sucede, es una víctima culpable y lo que le pasa al final le está bien empleado, mientras que nada de lo que sucede es culpa del agresor. Después de todo, esta versión es una lección sobre cómo deben comportarse las jovencitas, quiza porque se da por supuesto que es imposible cambiar a los lobos.

Algo similar sucede con la versión de los hermanos Grimm, aunque a mí me fascina la segunda parte. En este caso, Caperucita no sólo habla con el lobo, sino que además se aparta del camino, por lo que se entiende de nuevo que la culpa es suya. También esta versión introduce a un cazador que pasa por allí después de que el lobo haya terminado de chascar y cuando ya duerme plácidamente. Es este cazador el que salva a las mujeres. Luego entre todos le llenan la panza con piedras (en lo que algunos interpretan como una especie de envidia de “útero” por parte del lobo). Esta parte termina con Caperucita pensando que nunca jamás se saldrá del camino. La niña ha aprendido a ser obediente.

Hasta aquí lo normal. Una historia didáctica algo menos cruel que la de Perrault y quizá algo más sutil, pero no muy diferente en lo fundamental y en su intención.

Pero resulta que su versión no termina en ese punto. Se para brevemente con ese pensamiento y arranca de nuevo.

Y es esa segunda parte la que me fascina. Otro día Caperucita vuelve a casa de la abuelita. Nuevamente se encuentra con un lobo que intenta apartarla del camino, pero la niña ya tiene experiencia (se ha leído el cuento, vamos). Ya en la casa, las mujeres atrancan la puerta y no se dejan engañar cuando el lobo llega e intenta hacer que la abuelita le abra. El lobo se oculta y planea esperar a que Caperucita vuelva a casa. Pero nuevamente, las mujeres resultan ser más listas y engañan al lobo para que se ahogue. Y final feliz.

Si bien no estamos en el primer cuento, en el que Caperucita se bastaba para engañar al lobo (y en el que es simplemente víctima de éste), al menos la versión de los Grimm muestra a Caperucita y a la abuelita como personas capaces de aprender de sus posibles errores y aplicar su experiencia para derrotar a los lobos. Probablemente no fuese la intención de los hermanos Grimm, que con seguridad pensaban sobre todo en preservar versiones, pero al unir los dos cuentos crearon uno nuevo que deja a una Caperucita inicialmente de ingenua, pero con la inteligencia suficiente para aprender de sus errores. Y si bien la intención didáctica y moralizante sigue presente, incluyendo la acusación a la víctima, el resultado total resulta diferente a la versión de Perrault.

Por supuesto, hay versiones mucho más modernas que aspiran a rehacer la historia, a cambiar su sentido o a hacer que no sea tan estúpida (¿la madre manda sola a una niña por un bosque lleno de lobos?). Se menciona la versión de Angela Carter, aunque no se incluye, que es mucho más ambigua sobre la relación con los lobos. A cambio, aparecen dos poemas de Roald Dahl y una versión corta de James Thurber. Este último cambia totalmente el final, haciendo que Caperucita saque una automática en cuanto ve al lobo y le pegue dos tiros. También encaja una moraleja, imitando irónicamente a Perrault, que dice: hoy en día ya no es tan fácil engañar a las niñas.

Los poemas de Roald Dahl son similares en el proceso de inversión. En el primero de ellos Caperucita también saca una pistola para matar al lobo, pero antes juega maliciosamente con él como gato con ratón e incluso se le ríe en la cara. Durante el famoso intercambio de preguntas y respuestas, Caperucita se interesa por ese espléndido abrigo de piel que lleva puesto. El lobo se queja de que le están cambiando el cuento, al no haberle preguntado por sus grandes dientes, sin darse cuenta de que la víctima va a ser él. El poema concluye con la Caperucita paseándose por el bosque ataviada con su nuevo abrigo de piel en lugar de las tradicionales capa y caperuza rojas.

(El segundo poema está dedicado a los tres cerditos. Como ellos no tienen experiencia en tratar con lobos, llaman a esa niña que saber deshacerse de esas bestias. Como la Caperucita de Dahl es realmente una peligrosa psicópata, les dejo imaginar cómo termina ese poema).

Pero la más fascinante es la versión china, llamada en inglés “Goldflower and the Bear”. No hay capas rojas ni nada, pero el fondo es muy similar, con una niña enfrentándose a un gran peligro. Pero en muchos aspectos no podría ser más diferente.

Para empezar, lo primero que te dice la historia es que Goldflower es muy lista y que vivía feliz con su madre y su hermanito. A continuación, es la madre la que va a visitar a un tía enferma. La abuela en este caso es otro adulto responsable que se supone que vendrá a la casa a cuidar de ellos. Digamos que esta versión tiene algo más de sentido.

Después de terminar todas las tareas y en vista de que la abuelita no aparece, Goldflower y su hermano entran en casa y atrancan la puerta. El oso llega y se hace pasar por la abuelita, engañándolos lo justo. Pero al entrar, Goldflower comprende que es el oso comeniños. Pero esta versión de Caperucita no es tonta y sabe detalles importantes sobre los osos, por lo que empleando todo tipo de trucos logra mandar a su hermanito a otra habitación donde lo encierra para que no corra peligro.

A solas con el oso, la historia se asemeja a la primera versión. Va a la cama a dormir, con el oso pensando en comérsela a medianoche. Pero Goldflower tras fingir dormir durante un rato, declara que tiene que ir al baño. Considerando que es mejor comer comida limpia, el oso la deja salir atada. Goldflower escapa perseguida por el oso. Empleando algunos trucos más (un árbol cubierto de grasa, el reflejo en el agua) logra convencer al oso para que le traiga el arma con el que al final lo matará. Al regresar la madre a la mañana siguiente, quedó encantada por la actuación de la niña y no deja de alabar su valor.

Es una versión mucho más elaborada que “The Story of Grandmother”, que elimina los elementos sexuales sustituyéndolos por continuas muestras de ingenio y valor, conservando a una protagonista que no pierde la calma en ningún momento. Es además más lógica, añadiendo detalles para justificar aspecto de la trama (por ejemplo, Goldflower no puede limitarse a huir porque tiene que cuidar de su hermanito y el oso logra entrar porque efectivamente esperaban la llegada de la abuela). Y al contrario que las versiones de Perrault y los hermanos Grimm, no hay moraleja, sino más bien a Goldflower se la presenta como modelo ejemplar por su valor e inteligencia no por su capacidad para seguir las reglas. Y lo más importante, Goldflower no aparece como responsable, como pretende Perrault al echarle la culpa a la propia Caperucita, de lo que le sucede por haber desobedecido ésta o aquella regla, sino que el oso viene a su casa aprovechando la ausencia de la madre. El oso es un depredador y Goldflower se defiende. El oso es siempre el depredador.

Dada nuestra tendencia a escribir historias que muestran ante todo un error del personaje central (véase, por ejemplo, Brave) del que tiene que recuperarse, por lo que todo lo malo que sucede es más o menos responsabilidad suya, me llama la atención cómo la historia de Goldflower evita tan expertamente esa tentación. La niña nunca deja de ser extremadamente competente en todo lo que hace y el cuento deja claro que el problema central es la fuerza y la brutalidad del oso. Los personajes actúan en todo momento con inteligencia y el enfrentamiento contra una fuerza poderosa es suficiente para crear la tensión del cuento sin precisar de ningún fallo moral.

Azur y Asmar, de Michel Ocelot

Ambientada en la Edad Media, Azur y Asmar arranca en Europa, presentándonos a dos bebés que crecen juntos al cuidado de la nodriza de uno, Azur (de ojos azules y rubio), y la madre de otro, Asmar (de pelo negro y tez oscura), que son la misma mujer. Uno es el hijo del rico dueño de la casa, el otro, hijo de su madre magrebí, es un extranjero permanente en el país donde ha nacido. Al principio la mujer intenta enseñarle a un niño a decir «nodriza» y al otro a decir «madre», pero acaba siendo madre para los dos.

Al llegar a cierta edad, el padre envía a su hijo Azur a estudiar en la ciudad con preceptores. A la nodriza, y al hijo de ésta, los echa de su casa apenas permitiéndoles que se lleven lo que tienen puesto. A pesar de haber aprendido los dos los mismos idiomas, haber crecido en la misma casa y haber nacido en la misma tierra, sus destinos parecen irremediablemente distintos debido al color de su piel.

Pero los dos niños crecieron escuchando las mismas historias sobre el hada de los djinns, prisionera en una jaula de cristal y esperando su liberación, allá en el país al otro lado del mar. Cuando Azur se convierte adulto, decide viajar al país de su nodriza para cumplir su sueño infantil y rescatar a la reina de las hadas.

Azur y Asmar es una deliciosa película de animación que se plantea hacer de puente entre dos mundos diferentes. No sólo Azur y Asmar se presentan como elementos de una dualidad (y la primera parte los muestra como imágenes casi especulares el uno del otro), sino que en cuanto tiene oportunidad plantea alguna relación entre el Magreb y Europa. De hecho, aspira tanto a ofrecer esas similitudes que llega incluso al exceso. Eso sí, la película es consciente de ellos e incluso una divertida escena final se ríe de esa cornucopia de coincidencias, paralelismos y simetrías.

También se inspira para la animación en las características de las distintas regiones. Cuando Azur llega por fin al Magreb, la rigidez del eje X de la parte europea se transforma en un mundo más imaginativo y algo más tridimensional (aunque la película rara vez abandona por completo los fondos bidimensionales), lleno de sensaciones y hermosos colores. El propio Azur pasa cierto periodo fingiéndose ciego para que nosotros podamos explorar la ciudad y los espléndidos elementos que la componen. Esos mismos elementos coloristas y exuberantes se magnifican al pasar a la historia más propiamente de aventuras, donde la riqueza del color toma casi el control.

Es posible que Azur y Asmar sufra de orientalismo, aunque lo contrario sería casi inevitable en una película que claramente se inspira en Las mil y una noches. Y a pesar de que hace lo posible por conservar la equivalencia entre mundos, es Azur el punto central de referencia, con Asmar más en segundo plano (él se mantiene voluntariamente alejado de los otros personajes, por el comprensible rencor por la expulsión que sufrió), aunque es preciso admitir que la madre tiene un papel muy destacado. Quizá para compensar, Europa se presente como un lugar muy rígido y poco acogedor, frente a la integración de culturas y pueblos del mundo africano.

Si bien la historia es algo previsible, después de todo es una aventura clásica, contiene muchos detalles inteligentes. Por ejemplo, la aventura ocupa sólo una parte final, dedicándose mucho tiempo a la relación entre pueblos y a construir los personajes (sobre todo el del mendigo). Así mismo, la aparición de una princesa es un momento sorprendente y agradable que llena de vitalidad la historia y que se aparta decididamente del giro que parecía que iba a tomar la película.

En cuanto a la animación, puede chocar el uso de personajes 3D frente a unos fondos generalmente planos (mi hija insistía en que parecían personajes de videojuego). Aunque es verdad que no pretende usarlos de una forma realista, sino más bien curiosas marionetas que se pasean por entre ilustraciones, aunque yo nunca me acostumbre del todo. Por lo demás, la película intenta en todo momento aprovechar las tradiciones gráficas de cada pueblo, ofreciendo así juegos con las texturas de mármoles, los instrumentos astronómicos, las construcciones, los patios y palacios. Apenas hay escena que no contenga algún elemento destacable, un juego sutil con la tradición, un delicioso toque de color. Me gustó especialmente la arquitectura y, sobre todo, la breve escena cuando se suben a un árbol y las siluetas negras de perfil nos presentan la estructura de la ciudad.

Azur y Asmar ofrece una película diferente, que se atreve a explorar otra cultura (aunque, por desgracia, desde un punto de vista casi totalmente europeo) y se fundamenta en la cooperación y la ayuda mutua. Si bien hace lo posible por presentar todos los rasgos comunes entre culturas, tampoco huye de las diferencias que muestra con toda naturalidad (lo que me ofreció algunas buenas conversaciones con mi hija). Así mismo, logra saltarse algunos clichés y ofrece una magnífica experiencia visual que se sale de la animación habitual, permitiéndose explorar otras formas artísticas. Es una película que ofrece mucho de lo que disfrutar.

Películas 2012

El futuro de las librerías

Hace unos días paseaba por la calle y vi en el escaparate de una librería un libro que me llamó la atención. Como soy reacio a comprar libros traducidos del inglés (razón por la que agradezco la costumbre actual de algunas librerías de tener sección en ese idioma), saqué el teléfono con la intención de ponerlo en la lista de los deseos de Amazon. Por probar, aunque no tenía muchas esperanzas, miré el precio en su versión ebook. Cual sería mi sorpresa, no suele pasar con las novedades, al comprobar que el libro estaba justo en el margen de lo que yo estoy dispuesto a pagar por un ebook. Por tanto, apenas habiéndome desplazado unos metros de ese escaparate ya había comprado y descargado el libro que tanto me había llamado la atención.

Admito que mi caso es atípico, por mi reticencia a comprar libros traducidos del inglés. Prefiero leerlos en el original, por lo que los precios de Amazon y el servicio Kindle me van muy bien. Aunque en este caso en particular, el libro también está disponible para Kindle en versión ebook en español, eso sí, al doble del precio que pagué por él (lo que refleja, sobre todo, el considerable coste de cualquier traducción). Por tanto, mi experiencia está lejos de ser universal y refleja bastantes de mi idiosincracias personales.

Pero también es verdad que de haber estado dispuesto a pagar el doble hubiese podido hacer exactamente lo mismo. Buscar el libro, pagar y descargarlo en prácticamente el mismo tiempo que me hubiese llevado entrar en la tienda, pedirlo y pagarlo.

El detalle es que la librería sigue siendo importante en esta historia. Ese libro concreto no se los hubiese comprado, pero tampoco me habría enterado de su existencia de no haberlo visto en el escaparate. No sabía que existía y, por lo que he visto, tampoco lo habría conocido en el futuro. Nadie en mi círculo extendido de gente que recomienda libros lo menciona. Estoy disfrutando enormemente de su lectura, así que la librería fue más que necesaria.

El problema está en que un negocio no puede sobrevivir haciendo de valla publicitaria. Además, las librerías son parte importante del entorno social de una ciudad, por lo que podría considerarse necesario preservar una mínima presencia. ¿Qué transformaciones deben sufrir las librerías para seguir existiendo y ofreciendo un servicios?

Lamento decir que no tengo una buena respuesta. El artículo How To Save Bookstores: 28 Ideas From Existing Locations ofrece varias sugerencias. Algunas son factibles, otras exigen muchos recursos, pero todas precisan del entusiasmo de la persona encargada de la librería. Por desgracia, los márgenes de las librerías son tan reducidos que no estoy seguro de que les compense (en términos estrictamente económicos). Tengo más bien la impresión de que los libreros han adoptado una actitud de tranquila resignación. Una especie de “pasará lo que tenga que pasar”.

Sólo es ficción

Sabemos ya que los amores y desamores de Internet son extremos. Como un amante incapaz de contenerse, pasamos por altibajos emocionales colectivos que en el caso de seres humanos individuales podrían requerir medicación. Me recuerda un poco a aquel momento de Buffy en el que Spike (el vampiro en ese momento sin alma) canta simultáneamente que quiere salvar y matar a la protagonista, cambiando de un deseo al otro sin inmutarse. Internet es un poco así, pero sin el pelo teñido.

Bien, hoy parece que la ha tocado a la asociación FACUA, que hasta hace dos días Twitter elevaba a los altares y proponía para 30 premios Nobel consecutivos. Pero no se les ocurre otra cosa decirle a un fabricante de videojuegos si por favor no le importaría, quizá, hacer un cambio, que lo que sale es ofensivo, en lo que debe ser una de las notas de protesta más amables y elegantes de la historia. Vamos, ni mi abuela me trataba así.

No voy a entrar en los méritos de la petición, porque estoy seguro de que ustedes podrán juzgar por sí mismos si está justificada o no, y además es irrelevante para lo que me ha llamado la atención: la defensa del videojuego usando la excusa “no es más que ficción”. Es una defensa con dos componentes interesantes.

Por un lado, se da a entender que la situación no debería afectarte, en plan “no es más que un chiste”. Yo puedo insultarte todo lo que quiera, decir de ti todas las barbaridades que me parezcan y si luego añado “no es más que un chiste” no debes sentirte dolido. Sirve básicamente para excluir cualquier responsabilidad por lo que yo haya podido decir y poner sobre los hombros del receptor de mis injurias cualquier posible responsabilidad. No es lo que yo haya hecho sino lo que la otra persona haya podido sentir por efecto de mis acciones.

“No es más que ficción” tiene exactamente el mismo efecto y sirve bien para defender cualquier representación de otro grupo por mala, desconsiderada, injusta o nefasta que sea. No es que “No es más que ficción” no sea cierto en algunos casos, sino simplemente digo que no es cierto automáticamente, y se puede usar tanto para defender lo bueno como lo malo, para desentenderse de las responsabilidades insistir en que la persona ofendida no debería haberse sentido así.

El otro aspecto de “No es más que ficción” es dar a entender que la cuestión no tiene la más mínima importancia. Después de todo, qué podría haber menos importante que algo que alguien se ha inventado. Es sólo una película, sólo un videojuego, sólo una novela. Algo trivial. Pero si es tan trivial y tan poco importante, ¿qué importa cambiarlo? Si le puedes decir a alguien “no te enfades, que no es más que ficción”, ¿por qué no vale igualmente “pues cámbialo porque no es más que ficción”? Si no debe ser importante para unos, ¿no debería ser tan poco importante para los otros? Digamos que la importancia no debería ser un valor variable dependiendo de qué lado de la petición estás.

Como decía ayer a propósito de otra cosa, “No es más que ficción” debería más bien ser el resultado de un razonamiento y no el punto de partida. Debería ser la conclusión de un análisis que empezase por “en este caso…”.

El sueño de la razón

Hace poco leí a alguien decir “no puedo evitar ser racional”. No sólo me pareció una afirmación errónea, sino además un falsedad que sólo podía defender alguien que se creyese racional. Ese error de razonamiento debe tener muchos nombres, pero yo la llamo “la paradoja del escéptico”: creerte racional puede impedirte serlo.

En realidad, ser racional requiere mucho esfuerzo. Tanto, que pensar racionalmente es algo que no podemos hacer durante largos periodos de tiempo o en todas las circunstancias. Para ahorrar esfuerzo, la mente humana emplea todo tipo de atajos cognitivos que quizá nos sean útiles en muchas ocasiones, pero que cuando fallan degeneran en las famosas falacias de razonamiento, en esos sesgos cognitivos que no hacen equivocarnos al intentar razonar.

Por desgracia, nos cuesta trabajo saber cuándo nosotros mismos caemos en nuestro errores de razonamiento. Por tanto, reflexiones que nos parecen puro resultado de la razón pueden acabar siendo simples racionalizaciones. De eso habla Razib Khan en su The perils of “reason”, donde expone muchos de los problemas de la razón en cuanto la aplicamos a campos que no son totalmente rigurosos. Como indica, en nuestra vida diaria la razón está sometida a todo tipo de vaivenes y contratiempos. Por ejemplo, la necesidad de seguir al grupo puede pesar más que la validez de los argumentos.

Otro factor importante es que cuando razonamos en la vida diaria tendemos a no hacer explícitas todas nuestras suposiciones de partida, creencias propias cuyo origen no tenemos claro pero que tratamos como si fuesen verdades evidentes. La ceguera ante nuestras suposiciones, conscientes o inconscientes, nos impide examinar nuestros argumentos con todo el rigor deseable.

En conclusión, si bien la razón es una gran instrumento, rara vez la podemos aplicar en toda su extensión, simplemente porque no tenemos recursos suficientes para hacerlo. Si tuviésemos que examinar todo aquello que decimos, no haríamos nada más a lo largo del día. Por esa razón acabamos aceptando los que nos dicen otras personas (expertos, conocidos, amigos), confiando en que ellas sí habrán pensado al menos la parte que les toca (por eso vamos al médico).

Pero la paradoja a la que me refería al principio es un poco más insidiosa. Consiste en usar tu propia racionalidad como punto de partida del razonamiento. En lugar de analizar nuestras opiniones o afirmaciones para determinar si son realmente producto de argumentos sólidos, partimos del hecho de que somos racionales (verdad que a nosotros nos parece evidente) para concluir que nuestras opiniones son producto de la razón. Yo soy racional, yo pienso X, luego es racional pensar X.

Como se puede apreciar, no es más que otro atajo, un sesgo cognitivo más, una forma de ir más rápido y no invertir más esfuerzo del necesario. La suposición no demostrada (la creencia de que somos racionales) puede llevarnos a conclusiones muy alejadas de la verdad. Puede hacernos no prestar atención a otros argumentos y puntos de vista, hacernos no escuchar las quejas de las demás porque consideramos que nuestra racionalidad está fuera de toda duda y ya hemos alcanzado la posición correcta.

Es muy difícil eliminar los sesgos cognitivos. Como muchos, podemos reducir su impacto o hacerlos desaparecer en dominios muy específicos. Ahí la razón es la mejor herramienta. Pero si aspiramos a razonar cada vez mejor, debe llegar un momento en el que dudemos de nuestro propio uso de la razón.

El final

Ayer vi de nuevo “The End”, el episodio final de Perdidos. Fue casual: yo me levanté ese día, hice lo normal y me acabé viendo el final de Lost casi sin querer. Pero el hecho coincide con varias discusiones sobre el final de la serie producidas a partir de Prometheus, para dummies que comienza diciendo “Sin rodeos: Perdidos es la mayor y más retorcida estafa de la historia de la televisión” (me gusta el “sin rodeos”, como si alguien se cortase al decirlo. Como si lo habitual fuese: “Sabes, tengo algo que decir, pero no te enfades: quizá el final de la serie no fuese tan bueno”).

Una persona se enfrenta a una obra creyendo que va a encontrar algo en ella. En ese punto la persona y la obra establecen un acuerdo: la persona ofrecerá su atención y la obra proveerá ciertos efectos. Al final de una obra de misterio se descubre satisfactoriamente al asesino. Al final de una space opera el malvado imperio habrá caído. O algo tan simple como que si se plantea un misterio al principio, ese misterio se resuelve al final.

Si la obra no te da lo que creía que debía darte, nada más lógico que sentirse engañado. Nos ha pasado a todos y nos pasará muchas veces.

En este nuevo visionado del episodio me entretuve intentando prestar atención a los detalles que se me hubiesen pasado. Me asombró lo explícito que es Christian Shephard (recordaba que Kate se ríe de ese nombre, como debe ser). El pobre lo cuenta todo tan claro y mira que discutimos. No me había fijado en que a la entrada de la cueva llegan dos riachuelos que se unen como destinos, lo que encaja muy bien con el tema de los gemelos y hermanos. Posteriormente, a ambos lados de la puerta final de la iglesia hay también dos ángeles guardianes. Es además un episodio plagado de referencias a la propia mitología de la serie, a sus elementos más habituales. Supongo que me di cuenta en su día, pero dos años después siguen siendo muy evidentes.

Había olvidado la cantidad de símbolos religiosos que hay en el cuarto donde tienen el ataúd (vacío, porque siempre estuvo vacío, claro). Recordaba la vidriera con todos sus símbolos, pero es que ese cuarto está repleto. Debían tener miedo de que alguien no pillase la idea.

Un gesto tan repetido, alguien bebiendo de una botella de agua, se convierte ahora en la confirmación de que Hugo acepta el papel de protector de la isla. Es Ben el que ofrece la botella (la ceremonia se vio 3 veces en la serie y cada vez el recipiente es más moderno) ejerciendo ya de segundo de a bordo. Hugo es la persona ideal para el puesto porque se niega a aceptarlo.

Poco antes del final hay lo que quiero creer que es una referencia a El prisionero con todo eso de “fuiste un gran número 2. Tú un gran número 1”. En Lost sí que consiguen escapar de la villa (y eso ocurre, como era de esperar, en el último episodio, justo antes del “move on”), aunque el mensaje “let go” está más dirigido a los espectadores que a los personajes.

Pobre Jack. No recordaba por qué es el último. Desmond, antes de bajar a la cueva, le dice algo de ir a un mundo mejor. Jack le responde que no hay atajos. Claro que no. Lo gracioso es que sí hay atajos para los demás. A los otros un breve encuentro les basta para despertar y recordar. El pobre Jack tiene que dar un largo rodeo y recibir múltiples golpes antes de aceptar las cosas. Él fue así desde el principio, el “let go” nunca se le dio bien.

Para mí el momento emotivo del episodio es cuando Locke le dice a Jack que no tiene ningún hijo. Jack se ha creado una realidad demasiado perfecta y es el que más tiene que perder.

Y John Locke sonríe. Eso sí lo recordaba.

Alice, de Jan Švankmajer

Cuando cambias de medio, una adaptación no por ser más fiel es mejor. Cuando pasas de un libro a una película, como en este caso, pasas de un medio donde las cosas se describen a uno donde las cosas se ven. Pero la descripción para un cerebro humano es algo muy complejo y no es directamente equivalente a “ver”. Se puede describir a un personaje que mide 3 centímetros de alto y hacerlo interaccionar con otros de dos metros en igualdad de condiciones, sin que esa diferencia de tamaño, que conocemos, nos choque. Si hacemos lo mismo en una película, estamos viendo claramente una enorme diferencia de dimensiones y nos empezamos a preguntar cosas como: “¿qué pasa si lo pisan?”, una preocupación que no tiene necesariamente que darse al leer el texto literario.

Si la adaptación o transposición tiene personalidad propia, si hay creatividad artística de por medio, una reinterpretación que bucee en el original y que regrese a la superficie con algo nuevo y adaptado al medio puede dar resultados mucho mejores. Digamos que así acabas teniendo lo mejor de ambos mundos: el original en sí mismo y una variación del original que también aporta algo diferente, que no se limita a seguir más o menos milimétricamente el modelo.

Eso sucede con la Neco z Alenky del Jan Švankmajer. Si bien su versión sigue lejanamente la secuencia de acontecimientos del libro y todo sucede más o menos en el mismo orden, el cineasta checo inyecta continuamente su propia personalidad, el mundo que había desarrollado en sus cortos. De la fantasía paradójica a intelectual de Lewis Carroll pasamos a la fantasía onírica y surrealista de Švankmajer, conservando los elementos más grotescos, pero adaptándolos a su propia sensibilidad artística.

Si Alicia el libro produce cierto vértigo intelectual al ofrecernos personajes que desafían la lógica, Alicia la película produce el vértigo psíquico equivalente al ofrecernos imágenes que desafían nuestra percepción de lo que debe existir legítimamente en el mundo, rompiendo el edicto de los seres permitidos. La Alicia de Carroll habla hasta por los codos, ofreciéndonos un comentario continuo sobre lo que pasa a su alrededor. La Alicia de Švankmajer apenas abre la boca, y cuando lo hace, una voz en off nos dice lo que dice, porque a lo largo de la película vemos lo que sucede en pantalla, pero la reacción de Alicia está narrada. Esta Alicia sobre todo mira con desconcierto, y quizá reconocimiento, el torrente continuo del desasosiego.

La versión de Švankmajer es también mucho más física. Las transformaciones de Alicia son extrañas y terribles, tendiendo a lo monstruoso. Cuando se convierte en muñeca es como si hubiese muerto para luego surgir rompiendo el caparazón. Los personajes con los que se encuentran hace explícito el horror implícito en el libro: animales fabricados con huesos y restos, marionetas de madera antigua, cartas que se cortan de verdad. Incluso la animación “stop motion” ayuda a crear la impresionante aura de irrealidad de la película: los movimientos sincopados refuerzan lo alienígena de esos personajes. Cuando la rata trepa a la cabeza de una Alicia que flota en las aguas y procede a encender un fuego, la escena proyecta mayor sensación de “realidad” grotesca que si se tratase de una rata de verdad. Una rata real puede provocar más o menos asco. La rata de Švankmajer parece que no debería existir.

Digamos que Jan Švankmajer traduce la novela de Carroll, adaptándola a las peculiaridades de su lenguaje personal. Su versión es más claustrofóbica (la acción transcurre casi completamente en el interior de un edificio de laberínticas escaleras que parece a punto de venirse abajo y Alicia entra en el mundo desquiciado a través del cajón de una mesa) y está más centrada en las sensaciones físicas, en los aspectos más “cárnicos” del mundo. Hay trozos de carne que se mueven, Švankmajer se recrea animando objetos cotidianos para dar vida a seres como la oruga, el conejo blanco es un conejo disecado que para salir de su vitrina tiene primero que arrancar los clavos que lo sujetan al suelo. Como muchos de los animales son obra de un taxidermista desquiciado, en varias ocasiones tienen que llenar sus barrigas de la paja que han ido perdiendo por el camino. La singularidad de Alicia la niña es la de ser el único ser humano en toda la película, por lo que su presencia resulta extrañamente sólida, como si dos mundo que deberían estar separados se hubiesen tocado en su persona.

La sensación final es que la Alicia de Švankmajer es y no es la Alicia de Caroll, que no podría ser más cercana a la esencia del libro y a la vez más diferente a las peripecias originales. Es de una fidelidad infiel.

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