En uno de los supermercados en los que compro habitualmente han cambiado recientemente algunas de las cajas operadas por personas, sustituyéndolas por cajas de autoservicio. Considerando que han duplicado el número anterior de cajas reduciendo a la vez el número de personas necesarias para operarlas, comprendo lo que gana la empresa al hacerlo.
Lo que no me queda tan claro es lo que se supone que gano yo.
Imagino que la idea es que gano tiempo. Normalmente no hay nadie en ellas, mientras que en las cajas tradicionales se forman colas. También vas pasando las cosas a tu ritmo y las vas embolsando tú mismo, con lo que te conviertes en una especie de “empleado” temporal del súper, cosa que en teoría es más rápido.
Yo las odio.
Porque me obligan a comportarme como un robot.
El problema es que la máquina de autoservicio espera y exige que todo se haga de una forma determinada y precisa. Admite muy poca variación y en cuanto te equivocas te castiga bloqueándose totalmente y requiriendo el auxilio de un ser humano que se pasea entre las máquinas con una tarjeta mágica que sirve para indicarle que sí, que todo está bien, que no pasa nada y puede continuar.
Frustrante.
Acabas aprendiendo, claro. Acabas ejecutando tus movimientos tal y como la máquina espera, en el orden que la máquina quiere que se ejecuten. Acabas siendo un periférico más, como el lector de tarjetas o el escáner. Inexorablemente, con una paciencia infinita, con una determinación absoluta, la caja automática acaba transformándose en un engranaje más.
Tanto es así que al rato te encuentras juzgando a los otros compradores que no tienen tanta experiencia como tú. Los errores de los demás demuestran su incapacidad para determinar el procedimiento correcto. Que requieran de la asistencia de la tarjeta mágica es prueba de un fallo moral fundamental.
Luego te das cuenta de lo que estás pensando y odias a la máquina por hacerte pensar esas cosas. Piensas en fallar deliberadamente, simplemente por rebeldía, pero entonces recuerdas que te retrasarás, que tendrás que sentirte frustrado durante unos minutos y que tendrás que esperar a la tarjeta.
Mi hija tiene otra actitud, completamente diferente. Para ella ejecutar esas tareas es un juego que se le da bien, como cuando serpentea por Slither.io. Es más, al percibir mi frustración, me urge a tener en cuenta los sentimientos de la máquina, a considerar cómo se estará sintiendo ella al tener que mostrar un error. Me dice que tengo que ejecutar las tareas por consideración a la máquina. Debo aprender a ser más paciente, suele concluir.
Para mí, esas maquinitas son una fuente de frustración. Para ella, no son más que otra forma de interaccionar con el mundo, una de las muchas en las que se embarca cada día.