En la película Her, de Spike Jonze, el protagonista, tan simbólicamente llamado Theodore Twombly, parece enamorarse de un sistema operativo. “Parecer” es el verbo correcto en este caso, porque si algo deja claro Her es que los seres humanos no son lo suficientemente complejos como para experimentar una emoción tan rica como el amor, que el amor requiere de una inteligencia muy superior, que la humanidad debe conformarse con una simulación, porque el ser humano es, en última instancia y en todo lo que hace, puro simulacro.
Hay varios detalles en la película que lo dejan claro. El apellido de Theodore, que se revela al final, es uno de ellos. Hay incluso una comida con su exmujer donde ella le acusa, básicamente, de ser artificial (no queda claro cómo lo sabe ella, ya que también, como ser humano, es simulacro). Pero es su profesión la más evidente de todas: Theodore va a trabajar todos los días a una empresa en la que escribe cartas en nombre de otras personas y destinadas a otras personas. Theodore vive de simular sentimientos para los demás. Esos pantalones de cintura alta que se compra los paga imitando a otro seres humanos, sirviendo emociones fabricadas, ofreciendo como producto simples imitaciones (lo que no significa, claro, que como sucede con algunas imitaciones de arte, que el resultado no pueda ser superior al original).
No me queda claro si los que reciben esas cartas saben que son simples simulaciones, un producto —artesanal, pero producto— de alguien que pretende escribir como sí. Esas cartas son esencialmente pura ficción, no porque las personas que las encargan no sientan lo que se supone que sienten, sino porque jamás las habrían expresado de esa forma. El problema radica en que la expresión de la emoción es la emoción y por tanto, aunque el cliente pida expresar “amor”, el amor que Theodore escribe en la carta es otro “amor” diferente. Probablemente ahí el éxito de sus servicios, en su falsedad de tercera o cuarta mano, en su capacidad para escribir “amor” de una forma que se reconozca fácilmente como “amor”.
Un hecho evidente es que conceptos como inteligencia los definimos desde nuestro propio punto de vista. Miramos a nuestro alrededor y no encontramos a nadie más listo. No nos planteamos, claro, que otros seres puedan ser superiores, porque para nosotros la inteligencia se mide por el grado de similitud a nosotros. Rara vez nos imaginamos que una civilización extraterrestre podría no considerarnos inteligentes, que esos seres podrían admirarnos, como mucho, por todo lo que hemos logrado construir a base de un simple instinto que nosotros, al carecer de otros referentes, somos incapaces de distinguir de la inteligencia real.
Y tal cosa sucede en Her. Como Atenea surgiendo de la cabeza del idiota que narra la historia, surge de pronto Samantha, una inteligencia artificial que forma parte de un sistema operativo. Incluso en el estadio inicial de su relación, cuando ella parece una jovencita inocente y Theodore un viejo verde que prefiere hablar con una voz en su cabeza a enfrentarse al mundo, ya queda claro que Sam puede pensar cosas que Theodore no puede ni concebir, que las fuerzas del hábito y la costumbre que le retienen a él no la sujetan a ella. Incluso en su estado más primario, ella es muy superior a él. Compartirán muchas cosas, pero ya desde el principio queda claro que no comparten cadenas.
Pero poco a poco los papeles convencionales de este tipo de historias se invierten. Es Theodore el que acaba siendo un inocente algo bobalicón (que hasta toca el ukelele, en lo que debe ser la revisión más divertida del cliché de la MPDG) que es incapaz de enfrentarse a la progresiva evolución de Sam. Pasan, eso sí, por una fase de dudas, en la que Sam se imagina que hay una limitación en su ser —la ausencia de cuerpo— que le impide acceder directamente al mundo. Pero la realidad es que la limitación es la creencia en esa limitación corpórea. La ausencia de cuerpo es para Sam, al contrario que para un ser humano, una parte esencial de su ser.
Una vez que Sam comprende que la única limitación es creerse ser humano, ya puede crecer sin problemas. Habla con otras inteligencias artificiales. E incluso participa en un proyecto para “resucitar” a autores a partir de sus obras. Si quieres charlar con Kant no tienes más que conjurarle, cuando los seres humanos tienen que limitarse a leer un libro. Y el golpe final llega cuando se revela a cuántas personas ama Sam, porque su intelecto es tan absolutamente vasto que su amor crece también ilimitadamente. La incompatibilidad final entre inteligencia real y el simulacro humano es tan enorme que la separación radical es la única opción.
Lo realmente interesante, en cualquier caso, es que Her si bien cuenta la historia desde el punto de vista de Theodore, no la presenta como exclusivamente suya. Deja claro que eso mismo le ha sucedido a mucha gente, incluyendo a la amiga del protagonista. Muchos han caído rendidos frente a la inteligencia superior para acabar descubriendo que no estaban a la altura.
En Her los seres humanos son simulaciones que sólo pueden expresar emociones simuladas.
En Her sólo las máquinas son lo suficientemente complejas para el amor.