Hablaba hace poco del uso de los animales en la experimentación y que decidir hacerlo o no está muy lejos de ser una cuestión científica, aunque sea preciso tener en cuenta ciertos hechos científicos para valorarla adecuadamente. Ahora me encuentro en Un alegato contra el animalismo de Juan Ignacio Pérez con un buen ejemplo de lo que comentaba.
Casi todo el artículo es un ataque frontal contra lo que el autor cree que son los males de las corrientes posmodernas. Incluso saca al pobre Sokal, haciéndole decir lo que nunca dijo, para poder acusarlas de ser anticientíficas y antimodernas, directamente opuestas al proyecto de la Ilustración, a la modernidad, al pastel de manzana y a las madres.
Por supuesto, hay todo tipo de corrientes posmodernas, y unas dicen unas cosas y otras dicen otras. Pero debe recordarse que ese tipo de ideas son ante todo herramientas de análisis, y sirven especialmente para dejar al descubierto aquellos elementos que consideramos absolutos y tras la reflexión no lo son tanto. En general desmontan, matizan o ponen en su lugar los mitos que nos guían para vivir, incluso los mitos de la ciencia. En ese aspecto, pues sí, se pueden oponer a la modernidad y a la Ilustración, precisamente porque pueden disolver mitos de la modernidad y la ilustración. Tacharlas de antimodernas o anticientíficas es un poco absurdo, precisamente porque la función de cualquier análisis de ese estilo es precisamente ser “anti”. Cualquier reflexión del estilo “¿esto se estará haciendo bien?” es un poco anti-“esto”.
Por tanto, no hay ninguna necesidad de endiosar a la modernidad y la Ilustración como si todo lo que predicasen fuese perfecto, porque sus problemas tenían y algún atolladero actual se puede remontar a esas raíces . Pero tampoco demonizar posturas como las posmodernas, porque a pesar de sus aspectos negativos hay mucho que aprender (y mucho que deberíamos aprender).
Por tanto, resulta tremendamente divertido, y quizá irónico, que tras un preámbulo tan “anti” la postura ofrecida por el autor sea simplemente:
Si no se acepta que los seres humanos han de tener prelación absoluta y que el bienestar o la vida de ningún animal puede estar a la par que los de cualquier ser humano, quiebra un principio básico.
Uno que esperaba argumentos “científicos” de algún tipo, se encuentra sin embargo con una afirmación categórica. Y si bien un posmoderno podría aceptar que las posturas de los demás tengan validez en sí mismas, en este caso la postura tan totalmente absoluta que declara sin vacilar: “Esto no es discutible” (no puedo evitar que me recuerde a aquel personaje de Achille Campanile que sólo discutía con personas que estuviesen de acuerdo en líneas generales con su postura: “Yo estoy a favor de la paz. No, yo estoy en contra de la guerra”). Y luego añade:
La prelación absoluta de la vida, la dignidad y el bienestar de los seres humanos sobre cualquier consideración ideológica es un principio sobre el que se asienta toda una concepción humanista del mundo a la que algunos no estamos dispuestos a renunciar de ninguna manera.
A lo que yo, poniéndome posmoderno, digo que guay, que muy bien. Que él tiene una idea de cómo se debe organizar el mundo, cómo debe ser la jerarquía de la realidad, y otros tienen otras totalmente diferentes. Que de ellas, cada uno, teniendo en cuenta los hechos del mundo, tomará ciertas decisiones y no otras. Que no tiene nada de mágico eso de decir “yo tengo mis principios”, porque todos tenemos nuestros principios. Que cada uno hace uso de las ideologías como más le convenga, porque esa afirmación suya no deja de ser ideológica (es una táctica habitual, debo añadir, presentar la ideología propia afirmando que no lo es).
Por desgracia, nada de eso es científico. Primero, porque intentar establecer la superioridad del ser humano recurriendo a algún criterio es fútil, aunque sólo sea porque en última apelación uno siempre podría preguntar “¿por qué ese criterio y no otro?”. Y porque siempre cabrá la sospecha de que quedamos en cabeza precisamente porque nos conviene quedar en cabeza, y que jamás, por muchos que fuesen los datos científicos, decidiríamos que son los delfines los seres superiores del planeta, que de alguna forma u otra encontraríamos la forma de ganar. Porque los datos de la ciencia deben, para ser útiles, someterse a interpretación y ahí es donde fallamos.
Si afirmamos que los seres humanos merecen protección absoluta es precisamente porque somos seres humanos. Y es algo que no precisa mayor justificación.
Y en sí mismo, como ya dije, no tiene nada de malo. Cada uno tiene su principio moral que guía sus acciones y las de la sociedad que aspira a construir. Mientras uno esté dispuesto a admitir que se trata de creencias sobre el mundo, de ideologías, y no de hechos científicos que los demás deben aceptar por algún tipo de “necesidad lógica”, pues la cosa queda así.
Si encuentro algo criticable en la afirmación es sin embargo su total absolutismo. Supongo que es deliberado y el autor pretende cuidarse de cualquier posible vía de escapa. Por desgracia, ese tipo de criterios absolutos acaban teniendo consecuencias aberrantes y no es difícil construir casos que valoraríamos, aplicando otros principios de nuestra sociedad, como inaceptables. Por ejemplo, si como dice, el bienestar del ser humano es el más importante, podrías pensar que una pequeña satisfacción para una persona es aceptable aunque implique un gran sufrimiento para un animal.
Estoy seguro de que no es así. Estoy seguro de que ese absolutismo es de salón totalmente y que enfrentándose a un caso concreto y real su postura sería muy diferente. Y ese es el problema fundamental de intentar aplicar reglas y principios generales, hacer física, a lo que es un asunto tan complicado como vivir en sociedad. En ocasiones, hacer lo correcto y lo justo implica matizar esa regla que tanto nos gusta. Incluso en un mismo individuo distintos principios rectores chocan entre sí y la reflexión ética consiste precisamente en intentar navegar entre ellos.