Recomiendo la lectura de Algunas ideas sobre la función del patrimonio de Adrián Hiebra porque desempaqueta mucho de los supuestos del caso Ecce Homo. ¿Cómo es posible que la alteración de una pintura que nadie conocía y que estaba en pleno proceso de desaparición pueda causar tal nivel de indignación pública? ¿Es realmente una preocupación por «el arte» o se trata realmente de un cotilleo por las circunstancias? ¿Por qué creemos que el arte es siempre bueno y se debe conservar? ¿Cuál es la función del patrimonio? Y más aún, ¿cuál es nuestra relación con el pasado y por qué sentimos la necesidad de redefinir lo viejo como clásico? ¿Qué nos hace pensar que lo de hace 200 años es mejor que lo de ahora?
Es esa última parte la que me llama más la atención: nuestra anómala reacción a distintos momentos del tiempo, nuestro desaforado apego al pasado, nuestro desprecio a lo nuevo o lo novedoso.
Se me ocurren algunas ideas.
El pasado es una cómoda y extensa región. El pasado está ahí, ordenado, delineado, como uno de esos exquisitos jardines donde todo está decidido. El pasado sigue movimientos, reglas, periodos, una cosa sucede a la otra y siempre sabes dónde estás, sus avatares guiados por una más o menos explícita progresión histórica, por una narrativa. Al pasado se llega por simple virtud de sobrevivir. Con el paso del tiempo, lo viejo se convierte en antiguo y acaba ocupando un lugar de honor en el pasado.
En contrate, el presente es caótico, fluido, mareante, incomprensible. Intentar dotar de sentido al presente exige un esfuerzo continuo y nada te garantiza lograrlo. Los libros escritos sobre el presente son irónicamente parte del presente y por tanto están sujetos a sus mismos problemas, sus autores están tan perdidos como nosotros (es, por tanto, mucho más sencillo regresar al pasado y buscar allí el origen de nuestro mundo, como el borracho que busca las llaves bajo una farola porque allí hay más luz). Además, el presente es pequeño: apenas una delgada capa de dos o tres años de espesor, aunque puede ensanchar si la situación es realmente confusa. Comparado con el vasto pasado, el presente es más bien poca cosa, por mucho que sea el lugar en el que vivimos.
El futuro ni siquiera existe. El futuro está totalmente vacío, sin amueblar. Y como en todo piso sin muebles, lo que resuena en él son nuestras propias palabras, los ecos de lo que fuimos pensando sobre él. Del futuro sólo hay imágenes, conjeturas, elucubraciones. Las ideas sobre el futuro pertenecen, también irónicamente, sobre todo al pasado, que las atesora con mimo. Eso explica que se pueda sentir nostalgia del futuro —en estos días, el ejemplo es el viaje a la luna— porque realmente lo que se siente es nostalgia de alguna visión anterior del futuro.
No es de extrañar que en cierta forma el pasado nos parezca más real que el presente. El presente nos limitamos a vivirlo, mientras que el pasado podemos estudiarlo. Recuerdo de hace unos años un par de cursos sobre arte de vanguardia. El arte hasta 1980 estaba razonablemente claro, todo ocupando su lugar, todo en su sitio, como quien tiene una colección de sellos. Con pasión filatélica podías discutir si ese artista correspondía a esa página o a otra, pero rara vez se dudaba del orden. En contraste, todo lo posterior a 1980 era un caos, una maraña imposible de desentrañar, en la que no servía ninguna de las herramientas que habías desarrollado antes y todavía no habías logrado inventar una que fuese útil. Por tanto, el curso se limitaba a ofrecer una retahíla de nombres, algunos movimientos tentativos y muchas imágenes. Es lo más que se podía hacer. El orden sólo llegará cuando toda esa época sea ya definitivamente pasado.
En un episodio de Futurama, Fry se compra una tele de superalta definición y declara sin vacilar que tiene más resolución que la realidad por lo que no precisa salir al exterior. De la misma forma, a nosotros el pasado nos parece más real que la realidad, más claro, más definido: hiperreal. El pasado nos ofrece la ilusión de comprender, mientras que el presentes nos ofrece la sensación de estar perdidos. El futuro es una tierra prometida en la que nunca entraremos.
A pesar de que a mí no me gustaría nada vivir en el pasado (sé que en eso soy raro, pero para mí el pasado es como mucho un sitio interesante que visitar), comprendo su enorme atractivo. No me sorprende nuestra tendencia a valorar un objeto de hace 100 años por el simple hecho de haber aguantado tanto. Valoramos la supervivencia, lloramos más la muerte de un hombre ya mayor que lo logró todo en la vida y apenas reseñamos la de un joven que lo tenía todo por delante. Por mucha que insistamos en que miramos al futuro con esperanza, en realidad nos gusta más lo ya hecho que lo que está por hacer.
Nos gusta vivir en el pasado. Nos gusta atesorar lo que allí había. Nos gusta sentir esa conexión inefable con un mundo ya desaparecido. Por gustarnos, incluso nos gustan las fantasías del pasado sobre nuestro presente y nuestro futuro, y consideramos sus ideales mejores y más dignos que los que nosotros podamos concebir. Cuando buscamos soluciones a nuestros problemas, una vuelta al pasado es siempre la primera solución que se nos ocurre.
En suma, tenemos demasiada memoria. Guardamos demasiadas cosas.
Quizá deberíamos plantearnos aligerar algo de esa carga.
Aprender a olvidar un poco.