Hay algo realmente curioso en la forma de escribir de Jon Bilbao. Ha desarrollado un estilo que planta una gruesa capa de distanciamiento entre el lector y lo que está contando. Pero curiosamente lo hace para implicarte emocionalmente más en las historias. Porque el efecto final de ese distanciamiento es dejarte una sensación de algo inevitable, de una sucesión de acontecimientos que derivan inexorablemente hacia una conclusión que no se puede modificar de ninguna forma. Es un distanciamiento que te implica todavía más como lector pero a la vez te provoca el desasosiego de saber que estás leyendo algo que ya está definido, que los personajes no podrán hacer nada por alterar el resultado final (aunque tú no sabes cuál es). Evidentemente, pasa así con toda literatura, pero lo habitual es que el autor te intente provocar la sensación de que estás presenciando algo que está sucediendo «ahora».
No es así con Jon Bilbao, quien en ocasiones no vacila en saltar en el tiempo y contarte el futuro de los personajes, lo que les sucederá muchos después de que la historia termine. También se aprovecha de un estilo de escritura casi clínico, que finge contar con objetividad lo que fuera que sucedió –incluso cuando, rara vez, se narra en primera persona- pero que no renuncia a explosiones de color cuando las considera preciso. Y tampoco hay diálogos. O mejor dicho, sí los hay, porque se nos dice lo que los personajes dijeron y en el orden en el que lo dijeron, pero no hay la pretensión de mostrar las conversaciones como si estuviesen sucediendo en realidad, frente a nosotros. Es un elemento más, una capa más de distancia que te aleja del relato… y que luego te devuelve a él. Es uno de los muchos placeres que se derivan de leer su obra.
Mezclando esos elementos y algunos más, Jon Bilbao provoca esa sensación absoluta de desasosiego, de inquietud. En sus relatos, el mundo es siempre mayor de lo que se está contando, siempre queda más espacio por explorar. Lo que sucede no es sino una pequeña fracción de todo sobre lo que se podría escribir. En ocasiones, hay elementos fantásticos –»Bajo el influjo del cometa», con sus grandes zonas apagadas-, en otras, lo fantástico se da a entender sin hacerse nunca explícito –»Soy dueño de este perro». Pero en la mayoría de los casos, las situaciones son raras y fuera de lo común, pero no sobrenaturales. Poco importa su preciso carácter. Estos relatos plantean una visión diferente, otra forma de mirar el mundo.
Bajo el influjo del cometa (Editorial Salto de Páginas. ISBN: 978-84-937181-5-2. 256 pp. 19,50 €) está compuesto por ocho cuentos de los más variados. Las situaciones son muy diferentes y están epletos de fascinantes detalles sobre los personajes. Es más, los personajes son perfectamente normales. Si hay alguna anormalidad, surge precisamente de esa normalidad fundamental. Reaccionan de forma humana, no como cabría esperar de personajes literarios; reaccionan con lo que interpretamos como cierta arbitrariedad, pero también guiándose por sus convicciones más profundas. De hecho, las tramas del libro surgen precisamente de las respuestas que personas normales dan a problemas que quizá no lo sean del todo.
Un buen ejemplo es «Un padre, un hijo», la historia de dos hombres marcados por el recuerdo de una madre, que se embarcan en una especie de viaje espiritual –que no lo es- y que acaban revelándonos detalles de sus personalidades. La conclusión final deviene puramente de lo que ellos hacen y sienten, pero también en cierta forma quedó fijada muy en el pasado. Algo parecido sucede en «Bajo el influjo del cometa», donde una zona sumida en una noche perpetua es el lugar ideal para que lo cotidiano dé paso a una forma curiosa de justicia, o quizá a una rotura menor del orden social. O incluso «Una victoria parcial», donde la aparición de una ballena varada es la excusa para una forma llamativa de terapia familiar.
O si no, mi preferido de toda la colección: «Los espías». Como casi todos los cuentos de esta recopilación, empieza de una forma y termina de otra. De hecho, es tan potente el tirón del lugar común, que no te esperas el cambio. Se inicia con una familia que llega a un pueblo y de una pareja que los espía desde la casa de enfrente. La relación «espía-espiado» va mutando lentamente hasta lograr todo un comentario sobre nuestras necesidades sociales.
En cierta forma, ése es el secreto de Jon Bilbao, lo que hacía funcionar El hermano de las moscas. No se trata de un hecho más o menos fantástico, eso no importa demasiado y apenas merece explicación. La utilidad de la situación anómala es precisamente obligar a los personajes a confesarse, a contarnos sus pequeñas miserias. Miserias que finalmente se revelan como perfectamente triviales, porque son las de todos nosotros. Lograr hacerlo como lo hace Jon Bilbao es todo un triunfo.
Pues ciertamente dan ganas de leerlo. Al autor no lo conocía salvo cuando vi tu entrada anunciando precisamente este libro y escribí un comentario diciendo que el título -por cierto muy bueno- también era el de un libro de H. G. Wells. Las grandes mentes piensan igual. Ya digo, me han entrado bastantes ganas de leerlo.
Saludos.
Enhorabuena por ser finalista en los premios setenil. Leeré tu libro porque me has picado la curiosidad. Te deseo la mayor suerte. Un saludo.