Confieso que estoy enganchado a las noticias sobre la reforma del matrimonio. Abro el periódico y voy de cabeza a ver qué ha declarado quién. Las falacias son tan abundantes y brutales que hacen las deliciosas de un aficionado como yo. Van desde la falacia naturalista -como si dormir en un colchón Pikolín lo hiciesen todos los animales- hasta la pendiente deslizando -se empieza por esto y se acaba permitiendo el matrimonio entre una lavadora y una tostadora- pasando por algunas que directamente ni siquiera son argumentos (falsos o de los otros) sino más bien declaraciones sin pie ni cabeza: «convertirá a España en el país más envejecido del mundo».
Tanto me gusta que he estado considerando coleccionar las falacias y preparar una entrada. Ahora Nacho Escolar me ha ahorrado trabajo, acercándose más al borsque -con chiste borgeano incluido- y realizando una tipología de los opositores habituales a esa reforma. Le salen tres:
Otros están de acuerdo en que se equiparen derechos y obligaciones entre parejas homos y heteros pero defienden que se respete el santo nombre y se llame a esa cosa cualquier cosa menos matrimonio. Para los filólogos aristotélicos, los que creen que el nombre es arquetipo de la cosa, habría que recordarles que la igualdad es o no es. «Matrimonio» viene de madre, pero «patrimonio» viene de padre y la etimología no fue excusa para no cambiar la ley franquista que impedía abrir cuentas corrientes a las mujeres sin permiso del padre o el marido. Dentro de unos cuantos años, su postura será tan obscena como si alguien hubiese defendido en Sudáfrica hacer una «ley de negros» en lugar de equiparar a todos los humanos con los mismos derechos sin distinguir por el color de la piel.
Debo reconocer que me sucede lo mismo. Lo de los matrimonios es divertidísimo.