Lo que más me asombra de los creadores japoneses (en cine, literatura o cómic) es su asombrosa capacidad de dar forma a la nada. Manipulan los silencios, los espacios en blanco, las ausencias, lo que no se ve. En lugar de contar lo que se contaría en occidente, cuentan los bordes, la frontera, el límite y te obligan a imaginar lo que no te llegaron a mostrar. Los bello y lo triste de Yasunari Kawabata era el ejemplo más perfecto de esa tendencia que conocía hasta ahora. En esa novela no se cuenta prácticamente nada que los occidentales pudiésemos considerar como acción, y por tanto como elementos imprescindibles en la narración, más bien se elude y se relata sólo los efectos de las acciones.
El cómic Blue de Kiriko Nananan es otro ejemplo perfecto. En su caso más extremo, se podría decir que este cómic está hecho con el blanco de la página. Aquí es más importante el espacio entre viñetas que las viñetas en sí. El trazo de las figuras es apenas una línea fina que invade tímidamente la página, y las ocasionales masas de negro (el pelo de las protagonistas) es como una invasión. Todo es elegancia, cuidado, estilización, equilibrio, ritmo y distanciamiento.
Y el distanciamiento es el elemento más importante. Porque el impacto emocional de la historia -una historia de amor entre dos adolescentes de instituto, el lento caminar entre la adolescencia y la madurez- se ve reforzado por la forma de contar y dibujar que tiene Kiriko Nananan. Consigue transmitir una sensación total de emociones contenidas, de luchas de identidades, de los vaivenes del amor. Y todo básicamente con el blanco de la página. Como dice en la solapa, la claridad del trazo transmite la confusión de los sentimientos. Cuanto más contienes los sentimientos con mayor intensidad se manifiestan.
Y ahora cito a La cárcel de papel:
La segunda obra que justifica el párrafo inicial es Blue, de Kiriko Nananan, una preciosa historia de amor entre dos chicas que roza la cadencia de un poema. Blue habla de la atracción, del enamoramiento, de la necesidad de tener cerca al ser amado, de los celos y de la inseguridad de los sentimientos… Pero siempre con delicadeza, con elegancia y casi discreción mediante una narrativa que evita los primeros planos, que se adentra en los silencios y en las sensaciones. Nananan escoge una composición y una puesta en escena que deja al lector casi como un mirón, un voyeur que puede asistir a la historia que nos cuenta casi de pasada, viendo a las protagonistas pasar, de espaldas o desde perspectivas en las que se nos obliga a terminar de imaginar lo que se nos deja entrever. El resultado es, indefectiblemente, quedarse prendados de la historia con un extraño sentimiento de culpa, de invasores de un amor que no nos pertenece y en el que hemos entrado sin ser invitados. Una historia triste y melancólica que nos descubre una autora a seguir y de la que espero que
Ponent Mon vuelva a publicar algo rápidamente. Por descontado, edición impecable de Ponent Mon, como ya nos tiene acostumbrados.
Si no conocen La cárcel de papel no duden en visitarla. Su autor es uno de mis líderes carismáticos y siempre compro lo que recomienda.