Publicado originalmente en el número 26 de la revista Solaris, noviembre de 2004.
Te llamas George Lass. Tienes 18 años. Eres una chica mona, rubia, introvertida y con bastante mala leche –vale, en realidad tienes el carácter de un puercoespín estreñido. No quieres ir a la universidad. Tu madre te obliga una mañana a salir de la cama y dirigirte a tu lugar de trabajo. Es tu primer día. También el último. En un momento dado, un retrete de la estación espacial internacional -o artefacto similar- te cae encima y te mata.
Es posible que haya peores formas de morir.
No sucede todos los días que una serie de televisión arranque matando a su protagonista, pero así es el mundo de Tan muertos como yo: irónica, a veces satírica, oscura pero divertida, paseándose por la fina línea que separa lo ridículo de lo sublime.
El truco está en que si bien la vida de Georgie ya ha terminado, no lo han hecho sus funciones. Es más, ha ingresado, sin comerlo ni beberlo, en un curioso funcionariado post-morten. En su nueva faceta, debe permanecer en la Tierra ayudando a los muertos recientes. En particular, debe retirar el alma de los que van a morir y acompañarles un ratillo antes de que pasen “al otro lado”. Quizá algún día a ella se le permita seguir el mismo camino. Pero eso está por ver.
Georgie no está sola, ni mucho menos. Es más, está integrada en un grupo encargado de accidentes mortales, circunscrito a una región geográfica concreta. Se reúnen en una cafetería todas las mañanas y el jefe del grupo, Rube, les entrega unos post-its con un nombre y una hora. Y a cumplir su misión se van, que suele ser complicada, desagradable, algo asquerosilla a veces y nunca tan fácil como esperaban; sobre todo cuando le tienes que explicar al tipo que está muerto.
Una de las gracias de la serie es que a estos funcionarios se les permite seguir en el mundo, pero deben buscarse la vida por su cuenta. Ganar dinero con algún trabajo chungo, robarle a los cadáveres, ocupar las casas de los fallecidos y demás. Una vida dura. Pero a cambio, se demora el momento en que descubrirán qué hay al otro lado (y quién le manda la lista a Rube); aunque no se sabe muy bien si esa ignorancia es una bendición o una maldición.
Como los segadores son los protagonistas de la serie (cada uno con su peculiar muerte a las espaldas y sus particulares obsesiones y manías) se produce una extraña inversión. Uno pensaría que los guías de la muerte serían muy sabios y educarían a los muertos sobre la otra vida. Habitualmente sucede todo lo contrario, los recién muertos tienen una comprensión mayor de la vida que los muertos profesionales, hasta el punto de que en ocasiones el comentario de un fallecido –últimas palabras de sabiduría antes de pasar a la luz- resuelve, ilumina o modifica las percepciones de los protagonistas.
Pero no todo es reflexión sobre lo duro que es ganarse la vida cuando estás muerto y ya no eres. Nos queda la familia de George, que permanece en su enorme casa –papá, mamá y hermanita- arreglándoselas como puede ante esa nueva situación. La madre casi se vuelve loca, la hermana está entrando en esa fase rebelde y el padre… bueno, el padre es caso aparte.
Tan muertos como yo combina esas disquisiciones filosóficas más (¿hay cosas de las que uno no debería preocuparse sabiendo que va a morir?) o menos (¿qué desayuna un muerto?) profundas con unos muy bien empleados efectos especiales, una puesta en escena ágil y moderna y un ritmo intenso sin ser frenético.
La idea es tonta (y todavía no les he hablado de los bichos que provocan los accidentes o de la rana) pero el buen nivel de los guiones, el gran trabajo de los actores (especialmente Mandy Patinkin como Rube y Ellen Muth como George), unos personajes muy curiosos y cuidados, y la forma de narrar hacen que la historia funcione, que la serie se siga con mucho interés y que los episodios concluyan dejando al espectador satisfecho.
Vamos, que Tan muertos como yo demuestra que hay más de una forma de hacer una serie fantástica.