El domingo lo dedicamos a Timanfaya. Ir a Lanzarote y no visitar Timanfaya es como un pecado. Timanfaya es una amplia región que quedó cubierta en las erupciones de 1730 a 1736. Es un paisaje torturado y caprichoso, casi totalmente rocoso y prácticamente desprovisto de toda vegetación. Las erupciones fueron entretejiendo formas irreales y sobrenaturales.
Como conducía yo, el nativo, inicié el recorrido por la Geria, una región de vinos y vides de gran belleza. En otro lugares, la vid crece sosteniéndose en alguna especie de entramado. En Lanzarote, las vides crecen sobre el suelo, protegidas del viento por un murito de piedra volcánica. Entramos a la altura del Monumento al Campesino, la atravesamos y salimos por el otro lado. Hay fotos aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí.
Tuvimos mucha suerte al llegar a Timanfaya. En el Islote de Hilario, donde hay un restaurante que entre otras cosas tiene un grill que usa el calor del subsuelo, cogimos casi de inmediato la guagua que recorre el parque y te permite ver la extraordinaria naturaleza casi alienígena del lugar. Hice fotos, pero el vidrio de la guagua no permiten hacer justicia al paisaje (aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí). Durante la narración del paseo, al relatar el origen del Islote de Hilario, nos ofrecieron una frase de una belleza devastadora: aparentemente, Hilario, que recorría la zona con su camello, plantó una higuera que echó raíces, pero nunca floreció, «porque la flor no podía alimentarse del fuego».
Quizá es que estoy en ese momento del mes.
Las demostraciones de Timanfaya fueron las habituales. Metieron ulagas en medio metro de profundidad y el calor la hizo arder. Echaron agua en unos tubos hundidos en el suelo y el calor hizo escapar un geiser (aquí y aquí). Al irnos, aproveché para hacer un par de fotografías más (aquí y aquí).
Es curioso como son estas cosas. Para mí el volcán y el océano forman el sustrato de mis percepciones, la misma posición que, supongo, para otros ocupan los bosques y la hierba. A mí la hierba me resulta vagamente desagradable y no soy capaz de pisarla con los pies descalzos. Sin embargo, ese paisaje que parece tan desolado me resulta relajante y tranquilizador. Me da la impresión de estar en casa.
El día en Timanfaya lo terminamos con un paseo en camello (aquí, aquí, aquí, aquí y aquí). Mi sobrino estaba empeñado en subir, y yo no conseguía recordar si lo había hecho alguna vez.
(Sé que estrictamente son dromedarios y no camellos. Pero en Lanzarote los hemos llamado camellos toda la vida y no voy a cambiar ahora.)