Manuel Rivas es poeta y periodista. Quizá eso explique su literatura. Lo de poeta no implica el uso de términos raros y oscuros, más bien todo lo contrario: precisión y corrección. Y también es uno de esos raros periodistas, más raros aún hoy en día, capaces de mirar en el interior de las personas, no con sensiblería sino con verdadero deseo de entender y con ternura. La concreción escueta casi de miniaturista y el examen atento de la realidad se combinan en este volumen de cuentos, historias que podían haberse quedado en meras anécdotas de no ser por la visión de su autor.
No son cuentos fantásticos, pero sí es fantástica la mirada del escritor, que recrea pequeñas tragedias humanas en líneas claras y limpias que las elevan a lo épico (véase, por ejemplo, el genial juego de palabras en «O’Mero»). De pronto y por sorpresa, cada uno de esos cuentos deja entrever a una persona tras el nombre, la esencia de un ser humano hasta ese momento oculta. Abundan por tanto los descubrimientos. Pero si bien abundan las tragedias menores, de esas que nos suceden a todos, no son cuentos infelices. Incluso cuando la historia termina con la muerte, como en «La vieja reina alza el vuelo», al final hay una especie de triste alegría al comprender por fin. La revelación parece destruir a un ser humano para dejar a otra persona, con el mismo nombre, más sabia.
Manuel Rivas se recrea en el conocimientos cotidiano, en la iluminación alcanzada por medios simples. Una barra de pan, un loro, una colmena, una pelota, unas rosas, son elementos más que suficientes. Me resulta difícil fijar un favorito, pero quizá sea «Charo A’Rubia». Un muchacho que observa a una mujer que llora en el cine al ver Capitanes intrépidos aclara, en siete página, una vida.
Y también anda muy presente una tierra, Galicia, que parece ser el fundamento último de su vida. El amor que deja entrever por su país parece dar a entender que si Manuel Rivas ve así fue porque creció en una tierra que se lo enseñó.
Publicado originalmente en El archivo de Nessus.