El tiempo ya no es lo que era. Uno pensaba que se trataba de algo más o menos continuo que fluía de pasado a futuro (en el sentido, por el momento, de la entropía creciente) y resulta que no. El tiempo está cuantizado, cada segundo dividido en pequeños fragmentos, 137’04 momentos por segundo. Más aún, cada uno de esos momentos por segundo es en realidad un universo independiente, que no se sigue causalmente del anterior ni influye causalmente en el siguiente. Por tanto, uno puede viajar en el tiempo, por ejemplo a la Jerusalén de los tiempos de Cristo, montar un casino, edificar un par de hoteles de lujos y organizar visitas a la crucifixión sin alterar para nada el futuro. Es decir, el pasado puede ser colonizado y explotado de forma segura. ¿Quiere usted oír a Elvis?; nada más fácil, se viaja a uno de esos universos, se secuestra al Elvis que uno prefiera (antes de ser gordo, por ejemplo), se le lleva al futuro y a grabar discos. O puede uno tener tres posibles versiones de Jesús, o los Beatles si Lennon hubiese sobrevivido. Todo eso es posible, cuando el pasado está permanentemente disponible 137 veces por segundo. Incluso, secuestrar un dinosaurio. Todo eso es Corrupting Dr. Nice, y algunas cosillas más.

John Kessel parece el ideal de escritor de ciencia ficción. Licenciado en física, cosa que se nota en los decimales del 137, e inglés (doctor en esto último y profesor de teatro) es capaz de combinar el rigor científico con el ritmo endiablado de la mejores comedias, la reflexión profunda sobre el tema a tratar con los mejores personajes. Normalmente se le considera un humanista, preocupado por la condición humana frente a la superficialidad estética del ciberpunk, y se admira la estructura cuidada de sus argumentos.

Corrupting Dr. Nice es hasta el momento su novela más celebrada. Se trata de una curiosa combinación de ciencia ficción dura, toda la fundamentación del viaje en el tiempo emparentada con la interpretación de mundos múltiples de la mecánica cuántica, y comedia alocada. Aquí la gente se enamora, se pelea, se confunde y se reencuentra con el ritmo endiablado de los momentos dorados del género. La trama, como tenía que ser, es una historia de amor, pero la acción, gracias al viaje en el tiempo, se desplaza por el París revolucionario, la américa del futuro y el Jerusalén después de Cristo (del que los viajeros del tiempo, usando armamento moderno, han expulsado a los invasores romanos y le han regalado un coche a Herodes para mantenerlo feliz).

Owen Vannice, el Dr. Nice del título, multimillonario hijo de multimillonarios, paleontólogo e ingenuo, secuestra un dinosaurio del Cretaceo. En el camino de vuelta al futuro, debe pasar por Jerusalén, a tiempo para ser retenido por un grupo rebelde judío. Allí, durante su breve estancia con un dinosaurio que no para de crecer, se encuentra con una pareja de timadores, padre e hija. Claro está, raudo se enamora de la hija y la rescata heroicamente de los secuestradores. Pero pronto comienzan los malentendidos y cuando Owen la deja plantada, Genevieve, que, claro está, también se había enamorado de él, planea su venganza.

Por supuesto, semejante planteamiento da para muchas situaciones graciosas y comicidad ciertamente no le falta. Pero como muchas grandes comedias, entre situación graciosa y situación graciosa se habla de cosas muy serias. No en vano, el líder de la rebelión judía contra los invasores del futuro es Simón el apóstol, que todavía no ha podido aceptar que los invasores se llevasen por el tiempo a su maestro Jesús. Buena parte de la novela se dedica a la preparación y ejecución del delirante juicio de terrorismo, en el que el juez observa constantemente los índices de audiencia para saber qué decisión tomar, y en el que el fiscal y la defensa traen testigos tan curiosos como Lincoln o el propio Jesús (la versión mayor). ¿Qué derecho tiene el futuro de colonizar el pasado? ¿Que cada uno de los 137 universos dentro de un segundo sea independiente, y su alteración no varíe el futuro, justifica el pillaje y la ocupación?

Lo mismo sucede en otros aspecto. Si uno puede traerse a cualquier artista del pasado, ¿qué actriz puede competir con Marilyn Monroe en la cumbre de su carrera? ¿Qué músico podría superar a Mozart? ¿Qué universidad puede darse el lujo de tener a Einstein y Newton entre sus profesores? ¿Quién puede hacerse un nombre en un mundo en el que el pasado está continuamente presente y es siempre mejor que el presente?

Corrupting Dr. Nice es humor y sátira en la mejor tradición del género, que se remota a Mercaderes del espacio y que hoy parece el territorio habitual de Connie Willis (autora, también amante de las comedias alocadas, que se ha superado a sí misma en su última novela To say nothing of the dog). John Kessel se aprovecha de las posibilidades que ofrece la ciencia ficción para crear esa imagen distorsionada de nuestra sociedad que es paradójicamente más fiel que un retrato realista.

John Kessel ha construido una de esas raras novelas de ciencia ficción: una de esas obras tremendamente divertidas (odiadas habitualmente por los snobs) que se recuerdan y fermentan lentamente en la mente del lector. Como la mejores comedias, tiene ideas, una trama enloquecida, un defensor de los débiles, una historia de amor y un dinosaurio llamado Wilma. ¿Qué más se puede pedir?

Publicado en BEM 64 (agosto-septiembre, 1998)

¿Por qué leemos ciencia ficción? Yo, simplemente, la leo porque es una literatura que me da algo que no encuentro en otros géneros. No busco exclusivamente el placer puramente literario definido según patrones estrechos, porque en ese caso no dejaría nunca de leer a Shakespeare y no me molestaría con el género. Busco algo más amplio, el juego entre ideas y futuros y la plasmación que puedan tener en obras literarias (porque para mí la literatura está a otro nivel por encima de la combinación de palabras con resultados más o menos eufónicos). Para mí, la ciencia ficción habita en una delgada línea que separa la extrapolación del juego estético; la simultánea estimulación de lo bello y lo sublime. Por supuesto, es un ideal difícil de alcanzar, y muchas obras del género se detienen antes de llegar, pero de vez en cuando… De vez en cuando se tropieza uno con Greg Egan y sabes que la espera ha valido la pena.

Greg Egan, ese australiano extraviado en la metafísica, lleva ya unos años revolucionando el género. Es una revolución silenciosa, pero que dinamita con tanta efectividad los pilares de la ciencia ficción como otras revoluciones anteriores más chillonas. Greg Egan es de esos autores que profundos conocimientos científicos, particularmente en el campo matemático, que le sirven para iluminar su visión del ser humano. En su obra los seres humanos no son entes estáticos que puedan definirse con comodidad; no, para él, una persona no es más, ni menos, que una combinación de estados, y el yo, no más que una sinergía transitoria, una estructura organizada que no tiene sentido más allá de un periodo de tiempo de unos segundos. Cuando Greg Egan explora la condición humana no lo hace desde el punto de vista biológico o social, que también, sino que amplia la discusión para incluir la misma naturaleza de nuestra consciencia y la forma en que el cerebro crea la visión que nosotros tenemos de nuestro ser. Ciudad Permutación fue su alucinante respuesta al problema más fundamental de la consciencia humana: ¿por qué yo soy yo y no otra persona? y de paso era la mejor exploración del posible carácter de seres humanos que sólo viven como programas de ordenador.

Pero cuando Greg Egan se pone a extrapolar, no se detiene con facilidad. En Diaspora, ha conseguido superarse a sí mismo.

Construida casi como una bildungsroman, Diaspora relata la búsqueda larga de Yatima, una personalidad informática creada sin basarse en ninguna referencia humana, “nacida” en la ciudad informática de Konishi donde habitan humanos convertidos en bits y sus descendientes. El magistral primer capítulo, llamado “Orfanogénesis”, cuenta en nacimiento de Yatima y es posiblemente la mejor plasmación en ciencia ficción de cómo podría funcionar un sistema así, como se implantaría una personalidad en un conjunto de algoritmos. A partir de ahí, se cuentan miles de años de historia, que rápidamente se convierten en millones y finalmente deja de tener sentido el tiempo cuando los personajes pasan a universos superiores de múltiples dimensiones. Los humanos de carne y hueso desaparecen en el primer tercio de la novela (estamos cerca el año 3000) por efecto de un fenómeno astronómico que arroja dudas sobre todas las teorías del universo. Luego resulta que la misma galaxia está amenazada y las polis, las ciudades informáticas, se embarcan en un viaje a planetas lejanos y luego a otros universos, en busca de unos misteriosos extraterrestres que dejaron un mensaje grabado en el agujero de gusano que conectan los pares de partículas (en la física inventada, todas las partículas son bocas de agujeros de gusano).

No estamos ante ciencia ficción fácil. No sólo por el alto contenido científico, que es abrumador y tan duro que es casi metafísica, sino por la impresionante visión que da de la humanidad del futuro. Un problema habitual de las novelas que se adentran en los millones del años es que sus personajes son demasiado cercanos a nosotros, cuando es poco probable que mañana la humanidad siga existiendo. Si bien Egan no se distancia excesivamente, lo cual convertiría a la novela en ilegible, hace lo posible porque sus personajes sean extraños. Y considerando que son seres informático, hay terreno para ello.

Y triunfa, admirablemente, y sus personajes informáticos se adaptan a realidades distintas, se redefinen para entender múltiples dimensiones, construyen modelos de la física del cosmos, se suicidan, renacen, comprenden todas sus emociones y amores (y pueden alterarlas a voluntad) y buscan, desesperadamente, entender el universo. Y cuando deben, no vacilan en viajar por millones de universos en busca de los seres con las respuestan (que no encuentran; sólo su rastro queda). Pocas veces la ciencia ficción ha estado tan cerca de plasmar a ese ser elusivo: el humano del futuro. Diaspora está llena de física, matemática, biología, astrofísica, inteligencia artificial, pero todo al servicio perfecto de un plan definido: la descripción de una humanidad remota. Diaspora es ese tipo de novela que define para mí lo que es la ciencia ficción, y la razón perfecta por la que leo este género.

Desde la lejana isla del otro lado del mundo, está redefiniendo el género sin realmente alejarse de él. Sigue extrapolando a partir de la ciencia, pero el resultado es profundamente original y estimulante. Si Greg Egan no es el mejor escritor actual de ciencia ficción, poco le falta. Hay que leerle.

Publicado en BEM 63 (junio-julio, 1998)

Mil años después de la muerte de Alejandro, a los 70 años y en la cumbre de su poder, la Liga de Delos, comandada por Atenas y Esparta, ha conquistado el mundo. Las ciudades griegas se extienden por toda la tierra uniendo a todas las razas. La Academia, expurgada de todo platonismo por Aristóteles, ha conocido un desarrollo científico extraordinario, confirmando todas las ideas del estagirita y Tolomeo, y ayuda activamente en el proceso bélico. La generación espontánea permite la producción de comida en el frente de batalla y el conocimiento exacto de las propiedades de los cuatro elemento y la música de las esferas permite que las naves aéreas no sólo dominen los cielos de la Tierra sino que también se aventuren hasta Selene y más allá. Sólo hay un problema, el Imperio Chino, con su misteriosa ciencia taoísta totalmente incomprensible para los griegos y basada en extraños conceptos y corrientes, se resiste a la conquista y la guerra amenaza ya con hacerse eterna. Pero los jefes de la Liga han concebido un plan genial: una nave aérea viajará hasta la esfera de Helios, el sol, y robará algo de su sustancia para arrojarla sobre la capital del Imperio Chino y acabar así con la guerra. Cosa que los chinos, por supuesto, no están dispuestos a consentir.

Hay veces en que uno lee el planteamiento de una novela de ciencia ficción y sabe que debe leerla entera. Aunque se da fuera del género, es un situación muy característica de la ciencia ficción. Uno lee la premisa inicial y siente esa combinación de sorpresa, ¿cómo se le habrá ocurrido esto?, e incredulidad, ¿cómo va a resolver semejante situación?, que te impulsa a sumergirte inmediatamente en la narración. Curiosamente, pero no es tan de extrañar, es una característica que comparten habitualmente la ciencia ficción llamada «dura», la que sigue con todo rigor ciencias como la física y la biología, y las ucronías, cuando conciben algún cambio en la historia y elucubran a partir de él. En ambos casos sentimos ese cosquilleo intelectual que nos obliga a saber más sobre una situación intrigante. En el primer caso, tenemos por ejemplo la posibilidad de la existencia de los taquiones y la novela Cronopaisaje, y en el segundo la posibilidad de que la Armada Invencible hubiese triunfado en Pavana.

Celestial Matters de Richard Garfinkle es en ese aspecto más interesante aún, al encontrarse en punto intermedio entre esas dos obras. Es una ucronía en el sentido en que describe acontecimientos históricos que nunca tuvieron lugar, pero lo hace, a la manera de la ciencia ficción dura, en un universo que se rige por las leyes de la ciencia griega, en el que realmente hay cuatro elementos, en el que las esferas rigen el movimiento de los astros (y la Tierra, por supuesto, ocupa el centro del universo) y en el que la materia celestial realmente tiene propiedades completamente diferentes a la materia terrestre (lo que permite construir las naves aéreas, que fueron originalmente desarrolladas para contrarrestar las cometas de batalla de los chinos).

Toda la novela está contada en primera persona por Aias, graduado de la Academia en Pirología y Uranología. Empieza relatando como siendo comandante de la nave celeste Chandra’s Tear, disfrutando de unas vacaciones, que recorren el mundo mediterráneo y permite al lector descubrir cómo es una ciudad griega moderna, sufrió un intento de asesinato por parte de los chinos y se le asignó como guardaespaldas a la capitana Liebre Amarilla, una feroz mujer de las lejanas ciudades cheroki graduada en Esparta. La sospechas sobre el intento de asesinato recaen inmediatamente en Ramonojon (que actúa de forma extraña al haberse convertido secretamente al budismo, la única religión no permitida en la liga) que a su vez acusa a Mihradarius, el hombre que debe diseñar la red para atrapar el fuego del sol, de estar saboteando todo el proyecto. ¿Quién dice la verdad? Lo que sigue a continuación es una historia de aventuras en la que se pone en marcha la operación Ladrón Solar, mientras se van desgranando las consecuencias lógicas de la ciencia griega e incluso se acaba descubriendo un posible síntesis con la ciencia taoísta. Hay motines, sabotajes, luchas de poder y un final que parecía imposible y que sin embargo es perfectamente lógico (y se refiere a algo que sí sucedió en la Tierra).

No voy a decir que Celestial Matters sea una novela perfecta. Tiene muchos de los defectos de una primera obra y en ocasiones el ritmo narrativo se resiente. Pero en pocas ocasiones un autor de ciencia ficción ha demostrado tanto valor a la hora de plantear su obra, y en pocas ocasiones el resultado ha sido tan estimulante intelectualmente (especialmente para los que admiramos la civilización griega). Se habla a menudo de la inventiva de los autores del género, de la forma en que dan vida a un mundo completamente extraño. Pero Richard Garfinkle da vida a un mundo más extraño que cualquier mundo extraterrestre, un mundo que existió y en el que la gente creía realmente estar en continua comunicación con los dioses (como sucede a menudo en la novela, cuando los dioses intervienen para dar consejos, nunca para actuar) o que la materia estaba formada por cuatro elementos. Es simultáneamente un homenaje a toda una civilización que pudo quizá haber conquistado el mundo, una elucubración sobre un concepto fascinante y, en el fondo, un comentario sobre nuestro propio mundo.

Celestial Matters pertenece a esa tradición dentro del género que sabe usar la literatura para la exposición de conceptos intrigantes. La continua aparición de novelas como esta demuestra que la ciencia ficción está lejos de haber perdido su capacidad imaginativa y el viejo sentido de la maravilla.

Publicado en BEM 61 (febrero-marzo, 1998)

A veces los autores están demasiado ocupados escribiendo ciencia ficción para escribir buenas novelas. La ciencia ficción tiene, como género, el problema de ser demasiado espectacular. Se parece a una caja llena de juguetes maravillosos, y lo autores se asemejan en ocasiones a niños de cinco años que intentan jugar con todos a la vez. A veces los autores están tan fascinados por la brillantez de sus ideas que se olvidan que deben fabricar una obra literatura, que algo de fruición estética debe permanecer en su trabajo (cosa que en ocasiones también olvidamos los lectores y podemos juzgar obras por la espectacularidad de su argumento sin preguntarnos si hemos disfrutado realmente de ellas como novelas). Pero esos mismos autores, cuando se concentran algo más en producir una buena novela, demuestran lo que puede dar de sí la ciencia ficción y son capaces de sacarle todo el provecho al género. Abundan los ejemplos, déjenme comparar simplemente Snow Crash de Neal Stephenson con La era del diamante de Neal Stephenson. La primera es una novela ciertamente espectacular, pero sin estructura que sostenga tanta espectacularidad acaba convertida en una confusión cacofónica de brillantes ideas. La era del diamante no está menos provista de ideas brillantes, pero todas ellas están sabiamente utilizadas para obtener el fin último: producir una buena novela, en este caso, una magnífica novela que sólo puede ser ciencia ficción (lo sé, la he leído cinco veces), no menos espectacular que Snow Crash.

Pero posiblemente Iain M. Banks sea un ejemplo aun mejor. Entre otras cosas porque produce dos líneas de obras separadas: como Iain Banks publica novelas que se quieren más cercanas al mainstream, mientras que como Iain M. Banks escribe novelas claramente de ciencia ficción. Pero la distinción no es tan clara como pueda parecer. Sus novelas generales se sitúan en un universo extraordinario, sin dios y caótico que recuerda a la mejor ciencia ficción, mientras que su obra de ciencia ficción en ocasiones se beneficia de sus habilidades en el mainstream. Aun así, sus obras generales suelen ser mejores que sus novelas de ciencia ficción.

El caso más claro es Pensad en Flebas. La novela es ciertamente espectacular, e Iain Banks jamás desaprovecha la oportunidad de destruir algo bien grande, como un orbital, pero está construida como episodios casi independientes y la obra carece de la coherencia mínima. Parece haber olvidado que el hecho de que a un personaje le sucedan muchas cosas no implica que todo lo que le suceda forme una novela. Parece que el autor simplemente no supo limitar sus ansias de jugar con todo. Pensad en Flebas es con mucho la peor novela de la Cultura y para leerlas buenas hay que referirse a El jugador o El uso de las armas. Esta última es posiblemente su mejor novela de ciencia ficción, precisamente por estar más cerca en estructura de sus novelas generales.

The Crow Road es todo lo contrario de Pensad en Flebas. No hay elementos espectaculares, trata de la vida de un joven escocés, un Prentice maravillosamente recreado, de veinte años, de sus amores, pesares y dudas. Hay una ligera trama de asesinato, pero ésta sirve más para iluminar al personaje central que como justificación de la novela. Es más, no hay realmente misterio más allá de descubrir como cambiará el protagonista al llegar al final. Vamos, que tiene todos los puntos para ser una Bildungsroman aburrida de quinientas páginas pero es una obra apasionante de leer y posiblemente la mejor novela de Iain Banks (o Iain M. Banks).

Y no es una novela que renuncie a nada por no ser ciencia ficción, más bien todo lo contrario. El exceso puede ser fructífero, pero también puede ser muy fructífera la frugalidad. Recordemos si no Fases de gravedad de Dan Simmons, un novela perfectamente realista sobre astronautas que se las arreglaba con facilidad casi insultante para evocar el sentido de la maravilla que se supone es patrimonio exclusivo del género. A veces, fijarse límites ayuda a construir mejores novelas, y en el mainstream hay que fijarse algunos.

The Crow Road no huye en absoluto de ninguna de las grandes preocupaciones de la ciencia ficción, es más, en ocasiones se acerca ellas con más profundidad. El lugar del hombre en el universos, nuestra fascinación por el orden natural de las cosas, nuestra imposición de un orden sobre el caos de la vida (el lector también debe imponer un orden a la estructura desordenada de la novela) son preocupaciones permanentemente presentes en la vida de Prentice, desde el momento en que su abuela explota (así empieza, «Fue el día en que estalló mi abuela») hasta la discusión religiosa con su padre, o cuando éste muere desafiando a Dios escalando la torre de una iglesia. Ese tipo de ironías, los personajes ligeramente desquiciados tan propios de Banks, los actos cotidianos descritos como si fuesen extraordinarios, que lo son, el sentido de que el tiempo pasa y hay cosas que se quedan atrás, la posibilidad de vivir la vida sin imponerle un sentido al mundo, abundan aquí y las preocupaciones de los personajes no son menos metafísicas y amplias y no están menos llenas de inteligencia y de asombro que las de un personaje de ciencia ficción, entre otras cosas, por no tener que preocuparse de pertenecer al género.

The Crow Road no es una novela de ciencia ficción, pero merecería serlo… o mejor, la ciencia ficción merecería tener una novela así.

Publicado en BEM 58 (agosto-septiembre, 1997)

Hablaba en el número anterior de la idea y aquí tengo un par. En el futuro, los programas de optimización de código están tan avanzados que son completamente autónomos que saltan de ordenador en ordenador, sin que importe el sistema operativo, optimizando todo el software. Como son independientes del sistema operativo, inevitablemente saltan al cerebro humano y se dedican a optimizar al software que se ejecuta en nuestro cerebro (suponiendo que los seres humanos seamos algorítmicos, claro) para hacernos más listos, rápidos de reflejos y menos dependientes del sueño (saltan al cerebro codificados en el parpadeo de los monitores de ordenador, ¿qué pensaban?). También en el futuro, la Unión Europea ha decidido que los no blancos que habitan en Europa son los que imposibilitan la unión y los expulsa a todos del continente. Así Europa se convierte en un continente exclusivamente de blancos (por desgracia, esta última idea parece cada día más cercana si se miran los telediarios).

Esas dos idea forman con otras mucha la base de Mother of Storms, una de las grandes novelas de 1994 y con la que John Barnes fue merecido candidato al Hugo el año pasado. Cuando comienza parece ser uno de esos thriller de desastres a los que estamos acostumbrados. Una operación militar en el primer tercio del siglo XXI contra Siberia libera a la atmósfera grandes cantidades de metano, lo cual hace aumentar de tamaño a los huracanes que a su vez producen más huracanes. El mundo se enfrenta a grandes desastres ecológicos y a la muerte de mil millones de personas. La narración se cuenta desde el punto de vista de múltiples personajes. Pero no se trata de ese tipo de novelas, la resolución final incluye una imagen de transcendencia y una nueva visión de la sociedad humana (por cierto, parte de la solución necesita de un viaje al cinturón de Kupier). John Barnes ha escrito otras novelas también de interés, aunque son más primerizas, como Sin of Origin o A Million Open Doors.

Kaleidoscope Century [Siglo caleidoscópico], con la que tendría que haber sido candidato al Hugo este año, es otra visión del siglo XXI. Seguimos a su protagonista, un Joshua Ali Quare, que se despierta en Marte en el año 2109 a la edad de 140 años. Joshua se convirtió a finales del siglo XX en un agente secreto, al servicio de lo que quedaba del KGB. Como parte de su preparación se le inyecto una droga que cada quince años rejuvenece su cuerpo en diez, pero como parte de ese proceso Joshua pierde los recuerdos de sus existencia anterior (exceptuando algunos claves como su nombre y código). La novela realmente se centra en la recuperación de Joshua en su habitación de Marte que con ayuda de los registros que en existencias anteriores ha guardado en su ordenador intenta reconstruir su vida.

Antes de hablar del siglo XXI hablemos brevemente del XX. Posiblemente este siglo que se acaba ha sido uno de los más terribles de la historia de la humanidad (posiblemente también uno de los más felices, depende de como uno seleccione los acontecimientos). Hemos tenido dos grandes guerras mundiales, varias guerras regionales, líderes políticos que asesinaron a millones de sus conciudadanos y países enteros cubiertos de tal cantidad de minas antipersonales que seguirá muriendo gente por esa causa durante siglos. ¿Podría ser el siglo XXI peor aun? Ésa es la pregunta de Kaleidoscope Century. Pronto comprendemos que Joshua es un terrorista, un asesino sin escrúpulos que sigue los designios de la misteriosa Organization. A medida que reconstruye sus recuerdos comprendemos que él personalmente es responsable de la muerte de miles de personas, de asesinatos y violaciones en un siglo XXI con plagas de mutSida, una guerra terrible en Europa donde armas cada vez más avanzadas permiten el exterminio de más personas, y la guerra final entre memes, programas informáticos capaces de infectar la mente humana y someterla, en la que simplemente, junto con Sadi otro compañero que aparece varias veces en el libro, está del bando de uno de eso memes. Finalmente a Joshua no le queda más remedio que huir a las colonias espaciales cuando toda la Tierra cae en manos de Resuna, el memes más poderoso. Pero el problema principal es que los recuerdos de Joshua no concuerdan, son contradictorios entre sí.

A pesar de ser capaz de cuidar de una hija y poder vivir vidas sin hacer daño a nadie, Joshua es claramente un monstruo, un ser que mata cuando tiene que hacerlo y tortura y viola por placer. La clave de la novela es simple. Joshua a vivido varias veces su vida. Al final, y realmente no estoy revelando nada, Joshua descubre que en 1988 se construyó accidentalmente un agujero de gusano entre ese año y 2109 por la que puede viajar y recorrer de nuevo el siglo. En la frase final, cuando viaja al pasado a comenzar de nuevo, queda clara su naturaleza. Una frase que en escrita por autores más optimista como Asimov o Heinlein sería una canto a la resistencia humana y su capacidad para sobreponerse a todo, pero que dicha por Joshua no es sino una demostración más de su maldad sin límites y crueldad absoluta, la prueba de que no ha aprendido nada: «El jodido próximo siglo me pertenece».

Kaleidoscope Century es el retrato brutal de un siglo que, por desgracia, podría ser.

La sombra cazadora, de Suso de Toro

Después de leer esta novela me vino a la mente la obra de Iain Banks. Cuando el autor escocés firma como Iain M. Banks, eso quiere decir que estamos ante una novela de ciencia ficción. Pero cuando elimina la “M” nos encontramos, supuestamente, ante una novela mainstream. El problema está en que Iain Banks no puede evitar enriquecer, y esa es la palabra justa, sus novela mainstream con elementos fantásticos y de ciencia ficción. Obras como El puente, The Crow Road o Walking on glass son maravillosos experimentos híbridos; en muchas ocasiones mejores que sus novelas de ciencia ficción.

La sombra cazadora se sitúa en coordenadas similares, en esa región indefinible donde habitan obras que no admiten fácil clasificación. No es una novela de ciencia ficción aunque contiene elementos del género, tampoco una novela de fantasía aunque abunda lo sobrenatural. Es inevitable, leyéndola, retrotraerse a esos ejes para evaluarla. Su voluntaria mezcla de géneros y mitos la hacen interesante.

La estructura de la novela es simple, casi parece una novela juvenil en su sencillez. Los protagonistas son dos adolescentes, dos hermanos (chico y chica), que deben abandonar el paraíso donde viven recluidos para enfrentarse a la maldad que habita en el exterior. Tiempo antes de su nacimiento, su padre, famoso presentador de televisión, aceptó un pacto fáustico (el nombre del padre sólo lo averiguamos de pasada y es, precisamente, Fausto): convertirse en una imagen de realidad virtual para poder presentar varios programas simultáneamente sin envejecer nunca. Esa imagen se ha hecho todopoderosa y domina ahora a una humanidad que, con gafas oscuras para ocultar la estática de sus ojos (“Si un día salís de la finca, no olvidéis poneros estas gafas. Fuera nadie anda sin ellas, está prohibido enseñar la mirada, mirarse a los ojos” les conmina su padre), no puede evitar dejar de mirar a las gigantescas pantallas que cubren el paisaje urbano; apocalíptico, inhumano, sin amor ni parentescos.

El padre muere, los hijos huyen de la casa perseguidos por la Imagen (a la que como una criatura de Frankenstein también se le niega el nombre, y es simplemente la Imagen), que quiere sus muertes o sus vidas, porque en el fondo es también su padre y en cierta forma su hermano. La huida se convierte entonces en un viaje iniciático donde cada personajes aprende sobre sí mismo y sobre los demás. Los puntos de vista se van alternando, y cada personajes tiene la oportunidad de contar fragmentos de la historia desde su punto de vista. A veces esos saltos inesperados sorprenden y dan giros extraños a la narración.

Pero no estamos ante Blade Runner. Abundan también los elementos sobrenaturales. La Imagen no es sino el minotauro, inmerso en su laberinto catódico hecho de imágenes, donde a veces deben penetrar doce jóvenes para no volver jamás. Y el chico, ella se llama Clara y el nombre de él es un secreto, muerto dos veces es capaz de ver el aura de las personas y hablar con su madre muerta.

Confusión quizás de mitos y tradiciones. La sombra cazadora es palimpsesto, aspira a reescribir lo ya dicho. Es una historia ambiciosa que desea jugar a varias cartas simultáneamente, sin ofrecer una interpretación concreta de los acontecimientos. Puede que el autor no haya triunfado en aunar todos los elementos mágicos y realistas, futuros y pasados, pero ha creado una obra diferente e interesante.

Publicado originalmente en El archivo de Nessus.

Los cómics Marvel de Rafael Marín

Éste es uno de los mejores libros sobre cómics que ha publicado en España. Esta escrito con amor a la obra estudiada pero con la suficiente lucidez intelectual y distancia crítica como para acercarse a la obra y señalar todos sus aspectos positivos y negativos. Es esos aspectos el libro es impecable. La opiniones están perfectamente explicadas y razonadas. Podrá uno estar en desacuerdo con ellas, pero no será porque el autor no sabe sostenerlas.

El libro consta de una introducción y cuatro capítulos (“El superhéroe Marvel y su concepto”, “Realismo y melodrama en un universo de fantasía”, “Más allá del Mainstream Marvel” y “Lenguaje y estilo de los comics Marvel”) a lo largo de los cuales el autor no nos intenta convencer de la bondad de los cómics Marvel sino de su validez como objeto de estudio. Son además capítulo muy amenos que se leen como una novela sin sacrificar el rigor.

Los mejores, aparte de la introducción, son los capítulos primero y segundo, donde se reúne la mayor parte del contenidos intelectual y de estudio. El capítulo cuarto parece ser demasiado corto para lo que trata (el lenguaje y estilo de los cómics Marvel) y no debería aparecer el último. De hecho el final del libro como exploración intelectual se encuentra en el capítulo 3, y el capítulo 4 no es sino un apéndice.

Entre los defectos del libro, nos encontramos con la falta de un capítulo dedicado a la edición Marvel en España y con la falta de un índice que haga la consulta del volumen más cómoda. Así mismo, el equipo que ha producido el libro ha abusado de un exceso de diseño y en algunas ocasiones los detalles para hacer el volumen más bonito se las arreglan para dificultar la lectura.

A pesar de estos pequeños defectos, este trabajo es sólido es imprescindible. Los cómics Marvel han sido durante muchos años una fuente no reconocida y en ocasiones oculta de ciencia ficción y fantasía. Es interesante la iniciativa de discutir este tipo de obras con seriedad y es digna de elogio la voluntad de publicarla para alcanzar a un público más amplio. Imprescindible.

Publicado originalmente en El archivo de Nessus.

El engaño Hemingway de Joe Haldeman

Nos decía Joe Haldeman, en la entrevista publicada en el número anterior de BEM, que hay libros que se escriben porque a uno le pagan por ello y otros que se escriben porque quieres. Este es evidentemente un libro escrito por amor y porque quería escribirlo.

John Baird es un estudioso de la obra de Hemingway. Un día, el lector comprenderá al final del libro que la exacta situación temporal no tiene mucho sentido, un estafador le ofrece falsificar los manuscritos perdidos de Hemingway, aquellos que desaparecieron en una estación de tren francesa. Al principio John es bastante reacio, pero finalmente acaba involucrándose en el proyecto.

Y este libro podría ser sólo un inteligente thriller si no fuese por un par de detalles. Para empezar, su protagonista posee una memoria perfecta. En un par de ocasiones afirma que es incapaz de olvidar nada y que recuerda a la perfección cada palabra de las obras de Hemingway. También su vida tiene curiosos paralelismos con la de Hemingway: la experiencia más traumática de ambos fue la guerra y los dos fueron heridos de forma similar. Y cuando John Baird está más metido que nunca en el engaño, Ernest Hemingway se le aparece y lo mata, y luego le mata otra vez, y otra vez.

Los riesgos de escribir un libro así son evidentes: los homenajes literarios no son fáciles. Uno podría caer en el pastiche y escribir una mala imitación del original. También está el peligro de perder el propio estilo, de hacer algo de forma distinta a como lo harías normalmente. Por otro lado, tenemos el problema de combinar la vida de un escritor real y su obra en una trama de ciencia ficción.

Hay que decir que Joe Haldeman triunfa admirablemente en el empeño. Este tour de force personal no sólo es el homenaje a Hemingway que pretende sino que además es una de las mejores obra de Joe Haldeman. En los momentos en que más se parece a Hemingway, Joe Haldeman nunca deja de ser el mismo.

Tomemos por ejemplo a los protagonistas y su entorno. El héroe John Baird empieza no siéndolo y tiene que demostrar al final que lo es. Lena se busca un amante en el tercer implicado en la estafa. Las mujeres son en general más inteligente y saben con mayor seguridad lo que quieren. Y estos podrían ser los elementos de un cuento de Hemingway (por ejemplo, «The Short Happy Life of Francis Macomber»), pero nunca dejan de ser personajes de una novela de Joe Haldeman. John Baird es consciente de la fuerzas que le impulsan. Lena tiene más papel que las mujeres de Hemingway. Y el amante acaba degenerando hasta convertirse en una fuerza del mal.

La historia gira alrededor de viajes en el tiempo y paradojas temporales (supongo que alguien escribirá para quejarse de que cuento demasiado el argumento). Cambiando de universo en universo John Baird comprende cuán poco influyen las decisiones personales y lo mucho que afecta el azar: por ejemplo, el punto donde te han herido exactamente durante la guerra. Es interesante ver como en cada universo distinto, los personajes han cambiado ligeramente. Un efecto deliberado y con el que el autor juega para dotar de sentido a la obra. En la reflexión posterior el lector comprende que, en el fondo, esta historia acaba varias veces.

Estamos ante una joya cristalina y delicada, pulida con esmero (esta descripción se la he robado a Guillem Sánchez y encaja a la perfección) que merece con justicia los premios que tiene.

Publicado en BEM, 1995

Memorias de Isaac Asimov

Uno debe siempre aproximarse con cuidado a cualquier autobiografía. Se trata de un género muy difícil en que puede pasarse de la sinceridad a la mentira o del coraje a la sensiblería en una simple línea. También pueden llegar a ser terriblemente aburridas, porque lo que uno considera interesante sobre la vida de una persona puede no coincidir con las imagen que esa persona tiene de sí mismo.

Asimov evitó estos posibles problemas escribiendo su vida dos veces. En 1979 y 1980 publicó In Memory Yet Green e In Joy Still Felt, los dos primeros volúmenes de su autobiografía. Se trataba de dos libros gruesos que contaban la vida de Asimov con un lujo de detalles digno, quizás, de mejor causa. No eran malos libros, se leían con la facilidad de cualquier novela de Asimov, pero habían demasiados detalles y muy poca persona.

El volumen que publica ahora Ediciones B en España no es el esperado tercer volumen de su autobiografía sino una obra completamente distinta. De hecho, parece uno de esos volúmenes recopilatorios de artículos que Asimov publicaba periódicamente. En 166 viñetas de longitud variable el autor Asimov deja paso a Asimov el hombre que puede hablar de si mismo algo más. No estoy diciendo que no se hable de los libros de Asimov, eso sería imposible, sino que ahora conocemos las razones personales detrás de esos libros. Asistimos también a sus frustraciones, sus batallas perdidas, sus, pocos, esqueletos en el armario, sus libros fracasados (aunque supongo que seguiremos oyendo que cualquier libro con el nombre de Asimov en la portada vende bien). Podemos ver, en suma, lo que pasaba por la mente de Asimov cuando vivía su vida. El resultado final se lee con facilidad y se recuerda mucho mejor que sus anteriores intentos en autobiografía.

Supongo que la diferencia fundamental entre este libro y sus antecesores se debe a que durante la composición de Memorias (que Asimov quería titular The Scenes of Life pero que el editor americano decidió cambiar por el más comercial I, Asimov) se sabía condenado. No le quedaba mucho por vivir y quizás sentía una cierta necesidad de justificarse. Eso podría explicar la omnipresencia de la muerte en sus páginas: amigos, colegas, familiares… También puede que eso contribuya a que este sea un libro mucho más sincero. Leemos aquí sobre la relación con sus padres («Mi padre» y «Mi madre»), nos sorprendemos ante la curiosa relación con su hijo («David»), nos enteramos de sus infidelidades, del fracaso de su matrimonio, de sus ambiciones y de sus fracaso personales. Al lector de ciencia ficción le resultarán además interesantes los retratos de varios autores.

Ahora me toca hablar de la edición española. No he leído el original, pero supongo que la traducción es correcta (aunque creo que Rejection Slips debería ser Notas de rechazo –p. 165–). La que no es correcta es la labor de quien haya corregido el libro. El sorprendido lector puede acabar preguntándose quién es Harlan Edison (p. 79) o Arthur G. Clarke (p. 351). También es interesante la bibliografía (y no sólo porque falten varias ediciones españolas de sus libros): el libro I, Asimov aparece como publicado por Ediciones B con el título de Yo, Asimov, pero si uno corre a la página del título del libro que tiene en la mano descubrirá que realmente se llama Memorias (o Isaac Asimov Memorias). Qué le vamos a hacer.

Publicado originalmente en El archivo de Nessus

Presentación Visiones 1995

Éste es el prólogo que escribí para la antología Visiones 1995 que seleccioné para la AEFCF.

En el mapa que utilizo para moverme por entre la ciencia ficción española hay dos polos: la antiutopía y el irracionalismo. Entre ellos considero que se encuentra la gran masa de tierra de nuestra literatura. Allí habitan obras que oscilan entre la preocupación por el control del individuo en alguna sociedad futura, antiutopías al estilo de Un mundo feliz, y la desconfianza, cuando no franca oposición, ante el conocimiento científico y tecnológico, al estilo de la nueva ola. Ésa es al menos la impresión que tengo después de varios años de leer ciencia ficción española, aunque, por supuesto, no he hecho ningún estudio formal. Pero, si es cierto, ¿cual podría ser la explicación? Se me ocurre una: la ciencia ficción española tal y como hoy la conocemos es hija de finales de los años 50 y principios de los 60, años de dictadura en nuestro país. Y si bien en aquella época toda la ciencia ficción estaba preocupada por el control social del individuo, me parece plausible que debido a la situación política de nuestro país esa preocupación le pareciese más cercana a la ciencia ficción española. Y en cuanto al irracionalismo… Bien, el nuestro siempre ha sido un de “que inventen ellos”. Si se toma como representativa la antología Lo mejor del a ciencia ficción española (publicada en 1982) se puede ver como los diversos cuentos se van ajustando, más o menos y con los debidos reparos, a este modelo.

Por supuesto, mi mapa no es muy exacto. Se parece más bien a esos planos medievales de centros arbitrarios, donde faltan continentes y donde las costas no se corresponder a ninguna real. No sé, por ejemplo, dónde colocar obras como Desierto de niebla y cenizas (¿es irracionalista o antiutópica, ninguna de las dos cosas, o ambas simultáneamente?) de Joan Trigo o Adam Blake de José Luis Garci. Pero aun así, creo que para tener una visión general del planeta de la ciencia ficción española es razonablemente útil, aunque estrictamente sólo corresponde a ciertos momentos históricos. Debería ser evidente, por ejemplo, que se han producido diversos cambios geológicos en la geografía de este mundo. La ciencia ficción rigurosamente científica, la llamada ciencia ficción dura, ha dejado de ser una pequeña islita más bien alejada (habitada por una sola persona, Javier Redal, y un sólo cuento en la antología Lo mejor de la ciencia ficción española) para convertirse en un gran continente virgen con tres grandes novelas y algunos nuevos colonos. Por otra parte, la tectónica de placas ha hecho su trabajo rápidamente y aquella masa de tierra de la que hablaba al principio se ha disgregado en fragmentos más pequeños. Todavía son reconocibles los dos polos (el premio Ignotus del año 1994 a mejor novela lo ganó Salud mortal de Gabriel Bermúdez Castillo, que podría considerarse una antiutopía, y tanto Elia Barceló como Rafael Marín han expresado más de una vez su desconfianza del conocimiento científico y tecnológico), pero muchos de esos fragmentos han derivado a otras latitudes y ahora las obras que allí viven tratan otros temas de otras formas.

Para mí, la cosas empezaron a cambiar a principio de los ochenta, coincidiendo, paradójicamente, con la desaparición de Nueva dimensión, la revista que durante muchos años fue la ciencia ficción en España. A finales de los 70 y principios de los 80 se empezaron a plantear formas y temas más ambiciosos; quizá impulsados por los cambios políticos y sociales que se habían producido y se producían en esos años y por la aparición de películas de éxito como La guerra de las galaxias. En esa situación favorable pudo Rafael Marín crear su fusión de novela picaresca y space-opera en Lágrimas de luz o Juan Miguel Aguilera y Javier Redal pudieron dar su versión de la ciencia ficción dura en Mundos en el abismo. El abanico de temas posibles se abrió de pronto y de una ciencia ficción que había sido grande en sus cuentos (véase, por ejemplo, las antologías Los viajeros de las gafas azules y La máquina de matar de Juan García Atienza) pasamos a una ciencia ficción que se supo capaz de crear grandes novelas.

Y llegamos hasta el día de hoy, cuando nuestra ciencia ficción tiene una variedad y una riqueza sorprendente dado su tamaño. Hay muchas tendencias y muchas escuelas que defienden su forma de escribir ciencia ficción. Eso es bueno. La ciencia ficción española de hoy es más multiforme que nunca, y se siente capaz de llevar cualquier ropaje. Creo que el lector encontrará abundantes ejemplos de sus formas posibles en las páginas de esta antología. Tenemos historias encuadrable en el ciberpunk, en la ciencia ficción dura, en el cuento clásico de exploración, en el surrealismo, en la parodia, en el gore casi terror, en el color local, etc… Esta variedad de posibilidades me parece muy positiva. Nunca he sentido la necesidad de disfrutar de un sólo tipo de literatura y no creo que la ciencia ficción deba ser única y monolítica. Si la ciencia ficción admite su expresión en una gran número de formas, ¿por qué no disfrutar de todas ellas? Lo maravilloso del género es que se puede leer a Robert Heinlein por la mañana y a Joanna Russ por la tarde; nuestro próximo libro puede ser El hombre hembra o Tropas del espacio. Es decir, podemos elegir, y ése me parece el principio de la libertad.

De las muchas corrientes posibles dentro de la ciencia ficción, y el lector habrá notado ya que estoy empleando el término “ciencia ficción” en un sentido muy amplio, hay sin embargo unas pocas ausentes de la ciencia ficción española. Y uno de los huecos más evidentes es el del feminismo. Si lee el índice de este volumen, verá que todos los autores son hombres; ninguna mujer envió un cuento. Es más, actualmente hay muy pocas mujeres escribiendo ciencia ficción en España. No es un situación nueva. Cuando la revista Nueva dimensión se planteó editar un número dedicado a la ciencia ficción escrita por mujeres, el único cuento español había sido escrito por un hombre bajo seudónimo. Mientras tanto, fuera de nuestra fronteras, las mujeres hace mucho que descubrieron el poder de la ciencia ficción y tomaron posesión del género dándole algunas obras maestras como Kindred de Octavia Butler, Caminando hasta el fin del mundo de Suzy McKee Charnas o El hombre hembra de Joanna Russ. Es ésta una situación sobre la que deberíamos meditar.

Lo que tampoco tenemos en la ciencia ficción española son estudios sobre el genero. No tenemos ni bibliotecas, ni bibliografías, ni ensayos. Ya lo dije en una ocasión y me gané una reprimenda, pero es cierto: los críticos españoles de ciencia ficción prefieren escribir el enésimo artículo sobre Ballard o Dick antes que estudiar la obra de un autor español (yo también soy culpable, mi columna en la revista BEM se llama precisamente “Libros extranjeros”). Es éste un problema que arrastramos desde hace mucho tiempo. Eso hace que la ciencia ficción española sea generacional (viene gente nueva a sustituir a la que se va) pero que no tenga historia (nadie se acuerda de lo que se hizo). Esta situación no puede continuar si la ciencia ficción española quiere ocupar el lugar que le corresponde.

Como ya he dicho antes, he querido que esta antología reflejase la variedad múltiple de la ciencia ficción actual. Pero ésa no ha sido una elección racional sino íntima y personal. Si bien me creo capaz de reconocer la buena ciencia ficción cuando la leo, no tengo ni idea sobre cómo se escribe. Y no porque no crea que hay reglas para escribir una buena historia, mi experiencia de lector me dice que las hay y muchas, pero también sé por experiencia de lector que un autor lo suficientemente hábil puede romperlas todas y seguir teniendo una buena historia. A un autor joven más le vale conocer todas la reglas que cuando las tenga bien aprendidas podría empezar a olvidarlas. Por tanto, yo sólo daría tres consejos para escribir ciencia ficción: aprender a escribir, aprender sobre el mundo y leer con atención la antología Worlds of Wonder de Robert Silverberg. Lo demás es a gusto del cliente.

Por otra parte, mucha gente opina que hay unos temas propios de la literatura, o lo que es lo mismo, que los libros deben hablar de unas ciertas cosas determinadas: el amor, la muerte, la vida, etc… Es decir, todo el conjunto de ideas abstractas que uno aprende en el colegio y que nunca encuentra en estado puro. Yo por mi parte, opinión que no hay nada indigno del interés de un escritor. Todo elemento humano podría en principio interesarle por igual, y podría utilizarlo como materia prima para fabular. Por esa razón, no creo que haya géneros y subgéneros privilegiados. Leamos, y ya decidiremos si lo que leemos nos gusta o no. «Es bueno que en el conjunto de las cosas las haya de distinto tipo, es bueno en las artes no limitarse a un sólo estilo o a un sólo género. ¿Qué es mejor, en poesía y prosa, la grandeza acompañada de ciertos defectos, o una correcta mediocridad, aunque enteramente irreprensible y sin fallo alguno?” se preguntaba ya hace algunos siglos el anónimo autor de Sobre lo sublime. Los compiladores de antologías se enfrentan exactamente al mismo problema: ¿debemos elegir obras que sabemos perfectas pero sin interés o debemos, sin embargo, elegir obras interesantes aunque con fallos? Para mí la solución ha sido fácil, he elegido simplemente lo que me ha parecido interesante. Como ya dije antes, no sé cuáles son las reglas de corrección, o lo que podría ser lo mismo, no creo que existan reglas muy definidas a las que toda obra literaria deba ajustarse, como mucho, esas son reglas que los autores deciden seguir a la hora de escribir, no normas, en principio, de obligado cumplimiento. Por esa razón, me limita a leer, y si lo que leo me gusta ya está. Eso quiere decir que los cuentos que he seleccionado aquí me parece al menos interesantes. Eso no quiere decir que los crea perfectos, simplemente hay valore más importantes que la perfección porque “una perfecta precisión corre el riesgo de la trivialidad, y en todo gran talento, como en las fortunas enormes, debe haber lugar para una cierta negligencia”.

Decía Borges que los libros son una de las pocas fuentes de felicidad que nos quedan. Yo he disfrutado mucho preparando esta antología, y espero que el lector disfrute de ella leyéndola. Si es así, habré alcanzando mi objetivo principal y me daré por satisfecho.

Antes de terminar, me gustaría expresar mi agradecimiento a las personas que han ayudado donando su tiempo, talento y entusiasmo a esta antología: Joan Manel Ortiz, Miquel Barceló, Ricard de la Casa, Paco Roca, José Luis González, Rafael Marín, Carlos Fernández Castrosín, Juan Miguel Aguilera y, por supuesto, los autores que enviaron su obra.

Lanzarote, julio de 1995

Contra el contenido

Este texto se publicó como editorial del número 9 de la revista Pórtico (diciembre-enero, 1994-1995). No hay que tomárselo excesivamente en serio. Es, sobre todo, un intento de argumentar cierta posición sin mayores consideraciones y sin que necesariamente sea cierta.

La ciencia ficción es una literatura de ideas (o una literatura del “extrañamiento cognoscitivo” como quiere Darko Suvin) es decir, se sostiene en gran medida sobre algún concepto nuevo que pueda ser explorado para producir una historia. En esto no difiere de cualquier otro género, en la medida en que toda narración cuenta algo. En el caso de la ciencia ficción, la importancia del tema o del contenido es mayor simplemente por el tipo de historias que suele contar y por su acercamiento a la visión científica del mundo.

Pero esa importancia de las ideas, del tema o del argumento ha llevado a que muchos consideren que la ciencia ficción es exclusivamente un buen tema, un buen argumento o una buena idea. Y no es así. La literatura precisa de una ejecución que convierta su contenido en una experiencia estética. Se puede tener una buena idea torpemente ejecutada y una idea trillada que se convierte, por el uso de la reflexión y del buen hacer literario, en una gran novela.

De hecho, el tema ni siquiera es parte de una narración. El amor, por ejemplo, no está en las obras literarias, lo que hay es una cierta codificación del amor en ciertas obras literarias. Hablar de amor no garantiza que una obra sea buena. Hablar de un tema determinado, por mucho que a uno le importe, no garantiza la calidad de la obra; fondo y forma (o contenido y estilo) deben ir unidos para crear una obra literaria. En ese aspecto, todas las historias malas son iguales mientras que todas las historia buenas son diferentes. En una obra mala uno siempre puede decir qué ha fallado (la trama, el argumento, los personajes, el estilo…) mientras que las obras buenas son artefactos únicos y completos en sí mismos donde no puede separarse una parte sin romperlos.

Voy a poner un ejemplo que no pertenece a la ciencia ficción.

El grupo Oulipo fue un movimiento literario fundado en 1960 por Fraçois Le Lionnais. Los miembros de ese grupo se caracterizaban por imponerse limitaciones formales a la realización de una obra literaria. Por ejemplo, Raymond Queneau escribió Ejercicios de estilo donde presentaba 99 variaciones de una anécdota básica y George Perec escribió Les revenents, toda una novela donde la única vocal es la ‘e’. Italo Calvino se planteó en su día escribir una historia en la que diversos personajes relatan unos acontecimientos sin hablar, sino colocando diversas cartas del tarot sobre una mesa. Al final de la sesión, todas las historias deben estar contenidas en la disposición de cartas sobre la mesa. Pero más aún, entre las cartas debe también poder leerse algunas historias que nadie ha contando y que son el resultado de la disposición de los naipes. Calvino repitió el sistema en dos ocasiones con dos tarots distintos: “El castillo de los destinos cruzados” y “La taberna de los destinos cruzados”. La mejor, y el propio autor lo admite, es la primera que parece más natural y donde el artificio queda oculto por la solidez de la obra. La segunda parece curiosamente más artificial, más forzada. Mismo recurso pero resultados muy diferentes.

De la misma forma, un escritor de ciencia ficción puede partir de una anécdota muy buena, pero es en el trabajo de composición literaria (en la creación de la forma) donde construirá su obra (porque las novelas no son tratados filosóficos). Si hace bien su trabajo, finalmente tendrá una obra donde fondo y forma, estilo y argumento, sean un todo inseparable.

El Snark era un Boojum

“Curiouser and curiouser!” cried Alice.
Lewis Carroll, Alice’s Adventures in Wonderland

What I tell you three times is true.
Lewis Carroll, The Hunting of the Snark

Charles Lutwidge Dogson, nacido el 27 de enero de 1832, apasionado de los juegos de palabras, profesor de matemáticas, diácono que jamás ejerció debido a su tartamudez, gustoso retratista de niñas, tradujo un día su nombre al latín (Carolus Ludovicus) lo traspuso y lo retradujo al inglés (Lewis Carroll). Nacía así un seudónimo que habría de eclipsar el verdadero nombre de su creador, un seudónimo que pasaría a la historia como firmante de libros maravillosos que han cautivado la imaginación del mundo durante más de un siglo.

El 4 de julio de 1862 se produjo aquel famoso viaje en bote. La hijas del Henry Liddel, Alicia (que tenía en ese momento diez años, aunque el personaje tiene alrededor de siete), Lorina y Edith, Robinson Duckworth y su amigo, el joven matemático Charle Lutwidge Dogson. En este y otros viajes les relató un cuento en que la protagonista era Alicia. Ésta le pidió que lo escribiese para ella y Lewis Carroll completó la tarea, a mano, el 10 de febrero de 1963 (aunque las treinta y siete ilustraciones, dibujadas por el propio Carroll, tuvieron que esperar hasta el 13 de septiembre de 1864) con el título de Alice’s Aventures Under Ground. El manuscrito pasó a manos de un encuadernador y le fue entregado a Alicia el 26 de noviembre de 1964. La dedicatoria rezaba “A Christmas Gift to a Dear Child, in Memory of a Summer Day”.

El libro tal y como lo conocemos hoy, una versión ampliada más del doble y con el título de Alicia en el país de las maravillas, apareció el 4 de julio de 1965 (aunque esta edición fue retirada por problemas con las ilustraciones y sustituida por otra que lleva fecha de 1966). En 1871 aparecería la continuación: Through the Looking-Glass, and What Alice Found There.

El manuscrito original fue publicado finalmente en edición facsímil el 22 de diciembre de 1886. Alicia, cuando contaba 75 años y debido a problemas económicos, decidió subastar el manuscrito en 1928. Fue vendido por 15.400 libras a un anticuario que a su vez los vendió por 150.000 dólares al millonario norteamericano Eldridge Reeves Johnson. En 1948 Luther H. Evans, bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, decidió establecer una suscripción pública para comprar el manuscrito y devolverlo al Reino Unido como reconocimiento por haber mantenido a Hitler a raya mientras los Estados Unidos se preparaban para la guerra. Otros posibles coleccionistas decidieron no hacer ninguna oferta y Evans pudo comprar el manuscrito por 50.000 dólares. Desde el 13 de noviembre de 1948 permanece en la British Library.

El 29 de marzo de 1876 aparece La caza del Snark, su tercera obra capital y quizás la mejor de ellas. Se trata de un poema en ocho partes que relata una curiosa expedición para encontrar y cazar un curioso animal llamado Snark. Lewis Carroll cuenta que en 1874, cuando contaba 42 años, mientras paseaba se le vino a la cabeza la línea ‘For the Snark was a Boojum, you see’ (con la que termina el poema). A partir de esa línea fue escribiendo el poema hacia atrás hasta completarlo.

El reverendo Dogson publicaría otros muchos libros, por ejemplo Silvia y Bruno, pero los dos libros de Alicia y el poema del Snark siguen siendo su obras más famosas y leídas.

Alicia en el país de las maravillas comienza con una aburrida Alicia que persigue al conejo blanco al interior de su madriguera. Alicia cae durante un tiempo indeterminado hacia el centro de la Tierra hasta llegar al país de las maravillas. En ese extraño lugar conoce a múltiples criaturas, algunas de ellas claras caricaturas políticas o sociales (como la duquesa o la reina que se pasa todo el rato pidiendo que le corten la cabeza a alguien) y otras inspiradas en juegos de palabras y en frases populares (como es el caso del sombrero loco, del cual Martin Gardner nos informa que la frase ‘**loco como un sombrerero’ era muy común en la época de Carroll). Otras de esas criaturas parecen haber nacido de un queso, como el gato de Cheshire, e incluso de una de esas combinaciones que tanto gustaban al autor, como la tortuga artificial que sirve para hacer una deliciosa sopa. El libro finaliza con un juicio y con la hermana mayor de Alicia soñando los sueños de su hermana pequeña.

Su continuación es incluso más interesante. Se trata de una gigantesca partida de ajedrez, donde Alicia debe recorrer el tablero para convertirse en reina y dar jaque al rey rojo. Esta limitación autoimpuesta hace al libro mucho más sólido en su estructura a la vez que incrementa sus aspectos de locura. Alicia accede a este nuevo mundo, tal y como indica el título, a través de un espejo. En el mundo especular encuentra ahora no cartas sino piezas de ajedrez y otro curioso conjunto de personajes. Destaca especialmente ese retrato del propio Lewis Carroll que es el Caballero Blanco o ese monumento al ego y al esnobismo que es Humpty Dumpty.

¿De qué tratan Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo? No lo sabemos, o mejor dicho, trata de tantas cosas, tiene tantas interpretaciones que no tiene ninguna. De hecho, parece que se trata de un libro escrito para no ser interpretado. Para entenderlo por completo se necesita se inglés, vivir en Oxford y apellidarse Liddell, y aun así sólo alcanzaríamos a entender las bromas y chistes sin poder todavía extraer ningún sentido de la obra. Cuando Alicia entra en la madriguera de aquel conejo viaja a un mundo de pesadilla donde mucha cosas funcionan al revés. De hecho, ni siquiera se plantea como va a salir de nuevo del agujero (se parece en esto a muchas de las víctimas de las películas de terror que abren las puertas mientras los espectadores gritan que no).

Alicia es una niña ligeramente pretenciosa, con una cierta predisposición a hablar consigo misma, que cae en un mundo donde las frases se entienden en un sentido estrictamente literal. Un lugar donde puede llorarse hasta tener toda una piscina de lágrimas; donde uno puede preguntarse por la propia identidad y no obtener respuesta. Un mundo tan loco y tan ajeno a la rigidez victoriana sólo podía interesar a un matemático y a sus pequeñas amigas.

De hecho, hoy día estos libros interesan más a mentes preocupadas por cuestiones intelectuales que a los niños. El gato de Cheshire puede muy bien servir como ejemplo de la mecánica cuántica, la carrera de la reina roja (que debe correr muy rápido para permanecer en el mismo sitio) y el mundo de la reina blanca (que vive con un sentido invertido del tiempo) son juegos deliciosos con nuestra visión de la realidad. Humpty Dumpty, con su orgullo antes de la caída, su pretensión de que la palabras significan aquello que el quiere, su incomprensión de la matemática es quizás la visión de un cierto tipo de intelectual. Y eso sin olvidar el momento más genial de los libros de Alicia, aquel en que encontramos al rey rojo dormido al que no se puede despertar porque todos somos parte de su sueño (que nos recuerda a aquel emperador chino que despertó sin saber si había soñado ser una mariposa o era una mariposa que soñaba ahora ser un emperador chino).

Donde si anda uno en terreno más seguro es en La caza del Snark. No porque el sentido del poema esté más claro que en el caso de los libros de Alicia, sino simplemente porque parece que algo del sentido general se desprende del tono.

La palabra snark parece ser una combinación de snail y shark (o quizás snake y shark) y con ella comienza el poema que en su primera línea dice “‘Just the place for a Snark!’ the Bellman cried” que introduce al primer personaje, el Bellman, capitán de la nave y organizador de la expedición. La frase “Just the place for a Snark” se repite tres veces ya que todo lo que se dice tres veces debe ser cierto (los lectores de Heinlein recordarán que esta es una de la bases de su novela El número de la bestia). Los otros personajes son un Boots (algo así como un sirviente de hotel), un Barrister (un abogado), un Banker (un banquero), un Billiard-maker (el que marca las puntuaciones en un juego de billar), un Broker (un tasador), un Bonnet-maker (un sombrerero), un Baker (un pastelero), un Butcher (un carnicero) y un Beaver (un castor). En total diez personajes cuyas profesiones comienzan todas con la letra ‘b’. El autor de la ilustraciones de este libro, Holiday, le preguntó a Carroll porqué todas las profesiones comenzaban con ‘b’ y este contestó: “¿Por qué no?”. La primera parte del poema termina cuando descubrimos que el carnicero sólo puede matar castores, cosa que pone muy nervioso al capitán ya que el castor ha ayudado en muchas ocasiones a salvar la nave.

La segunda parte consiste en un discurso dado por el Bellman. Este presenta su carta de navegación: un mapa completamente en blanco donde no aparece el más mínimo vestigio de tierra. La tripulación acepta con alegría este mapa, ya que todos pueden entenderlo, pero descubren con algo de temor que su capitán tiene pocas nociones sobre como llevar un barco. Es en esta parte donde conocemos algunas de las características del peculiar animal que persiguen. Sabemos que el snark posee cinco marcas diferenciadoras: tiene un sabor extraño, tiende a levantarse tarde, tarda en coger los chistes, adora las máquinas de baño y es ambicioso. También descubrimos que el snark común es un animal inofensivo, pero que existe una variedad muy peligrosa llamada boojum. En este momento el pastelero se desmaya y en la tercera parte descubrimos que su tío moribundo también le habló del snark:

‘He remarked to me then,’ said that mildest of men,

’"If your Snark be a Snark, that is right:

Fetch it home by all means — you may serve it with greens,

And it’s handy for striking a light.

y sobre la forma de cazarlo:

’"You may seek it with thimbles — and seek it with care;

You may hunt it with forks and hope;

You may threaten its life with a railway-share;

You may charm it with smiles and soap —"

pero sin embargo:

’"But oh, beamish nephew, beware of the day,

If your Snark be a Boojum! For then

You will softly and suddenly vanish away,

And never be met with again!"

Descubrimos así que enfrentarse al boojum significa desaparecer para siempre, una idea difícil de soportar como dice el propio pastelero.

En la cuarta parte se preparan para la caza. La quinta parte el carnicero intenta demostrarle al castor que 2 más 1 da realmente 3. Finalmente el carnicero y el castor se hacen amigos para siempre. En la sexta parte el abogado sueña como el snark defiende a un cerdo de la acusación de haber escapado de su pocilga. El snark debe acabar también asumiendo las funciones de juez y de jurado. El cerdo es declarado culpable. En la séptima parte el banquero se vuelve loco y la tripulación decide dejarlo a su suerte pues deben atrapar un snark antes de anochecer.

La última parte muestra el final del pastelero. Este desaparece súbitamente, tal y como su tío había predicho, justo cuando gritaba `It’s a Boo—’. El poema termina:

In the midst of the word he was trying to say,

In the midst of his laughter and glee,

He had softly and suddenly vanished away —

For the Snark was a Boojum, you see.

La impresión le que queda al lector es la de haber leído un libro triste. Aunque los libros de Alicia tienen un cierto aire de pesadilla, los juegos parecen destinados al disfrute intelectual. Nadie siente pena por la caída de Humpty Dumpty, y su muerte no deja ningún rastro emocional en el libro. El caso de La caza del Snark parece diferente. Continuamente da la impresión que el sentido final de la obra está justo a la vuelta de la esquina, pero que como un snark nos elude continuamente. El poema no significa nada, pero da la impresión de querer decir algo importante, pero se queda a la mitad, como el pastelero al final. Una curiosa hipótesis, recogida en la edición de Martin Gardner, dice que el pastelero no es otro sino Lewis Carroll, un retrato poco favorable del autor.

Hoy, quizás la visión más interesante del poema sea aquella que dice que habla de la vida. El snark son esas cosas que buscamos (el alimento, la tranquilidad, la felicidad, el placer y la riqueza) pero como nuestro paso por la vida está dibujado en un mapa completamente en blanco, acabamos encontrando a un boojum y desaparecemos para siempre. Encontrarnos con el boojum es para nosotros, igual que para el pastelero, algo terrible. Si esta visión es cierta y este libro habla del ser, no es por tanto sorprendente que el nombre de todas las profesiones comience con la letra ‘b’. Después de todo, ¿por qué no?

Referencias

  • Martin Gardner (editor). The Annotated Alice. Penguin Books, 1970
  • Lewis Carroll. Alice’s Aventures Under Ground. Pavilion Books, 1985
  • Martin Gardner (editor). The Annotated Snark. Penguin Books, 1979
  • Henri Parisot. Lewis Carroll. Kairós, 1970

Publicado originalmente en Kenbeo Kenmaro 7 (1995)

Estado crepuscular de Javier Negrete

Javier Negrete ya nos dio la espléndida «La luna quieta» en la primera convocatoria del Premio UPC. Era aquella una obra que merecía mayores honores y mayores atenciones de los que obtuvo. Quizá por caminar por la difícil frontera entre la ciencia ficción y la literatura general pasó injustamente desapercibida, ya que ésa es una combinación a la que no está acostumbrado el lector español de ciencia ficción. Lo que destacaba especialmente de «La luna quieta» era la gran preparación literaria de Javier Negrete que por desgracia no se ha plasmado en la publicación profesional de ninguna de sus obras inéditas.

Ahora la interesante iniciativa de Quaderns UPCF, que nunca podremos agradecer bastante los aficionados que disfrutamos leyendo ciencia ficción española, rescata la novela corta que presentó a la segunda convocatoria del Premio UPC. Y queda claro con Estado crepuscular el gran talento de Javier Negrete, capaz de manejarse en el humor y la reflexión sobre la escritura con la misma habilidad y pasión por la que literatura que demostraba en «La luna quieta», donde el tema era más trascendente y filosófico. Es esa capacidad de cambiar con facilidad de registro (como ejemplifica su novela todavía inédita La jauka de la buena suerte) lo que nos debería permitir depositar en él nuestra esperanzas.

David Milar (sus características personales más agradables incluyen ser «borracho, fanfarrón e incompetente, narcisista y obseso sexual» como se aclara en la página 53) posee un oscuro doctorado en física, o eso dice él, y es hijo del famoso psiquiatra David Milar, sr. La acción arranca cuando recién despedido es confundido con su padre y contratado para tratar a un miembro de la curiosa especie extraterrestre de los Kghasatshu que habita en el planeta Hoonai. Pero la cosa se complica porque el paciente resulta ser Yagghumasth, el ordenador que rige los destinos del planeta. Y por si esto fuese poco, los Kghasatshu tienen un complejo código de conducta regido por el Yrgb, algo así como nuestro concepto del honor pero a lo bestia, y no es nada recomendable violar el Yurgb de otro porque el castigo suele ser una babeada o la muerte.

No está mal para empezar. El resto de la historia continúa por unos senderos más o menos previsibles, pero… Pero esta historia tiene una característica que la hace especial: está escrita como si de una historia de ciencia ficción se tratase. No, no me he vuelto loco. Evidentemente, Javier Negrete era consciente de estar escribiendo un relato de humor en clave de ciencia ficción, y ¿qué mejor chiste que reírse de la propia ciencia ficción? Así, la historia está salpicada de todos los lugares comunes imaginables de la ciencia ficción, pero cuidadosamente invertidos para hacerlos hilarantes. Un tratamiento de rejuvenecimiento llamado s’dnoP, todas las explicaciones científicas son relativas a la cerveza o a las mujeres, aparecen extrañas especies alienígenas que imprimieron patrones de conducta en los Quísares… Aún más, el protagonista es consciente de ser un personaje de una novela de ciencia ficción y nos regala con continuas notas sobre el desarrollo de la acción y del género como un todo.
De tal forma, cuando un personaje dice que de la resolución de la trama depende la supervivencia de la humanidad el comentario es: «algo así me estaba esperando yo, y me imagino que el lector, pues ya se sabe cómo son estas cosas» (p. 25). Claro que lo sabemos; somos lectores de ciencia ficción y esperamos que la trama implique, como poco, el destino de toda la humanidad. En un momento dado, David Milar tiene que defenderse y nos cuenta: «me llevé la mano al cinturón, buscando la pistola láser que ni había llevado en mi vida ni se había inventado todavía» (p. 47). Muchos más de estos comentarios irónicos sobre el género salpican la narración, pero prefiero dejar su descubrimiento como un ejercicio al lector.

Y no he acabado. Como dice Miquel Barceló en la introducción, Estado crepuscular es, en el fondo, una reflexión, desde la ciencia ficción, sobre el arte de narrar. A veces Javier Negrete hace explícito, en maravillosas notas al pie o entre paréntesis, los mecanismos que hacen que un autor construya su narración de una forma o de otra. Estado crepuscular es tan consciente de ser ciencia ficción como de ser una ficción, y aquí radica su interés.

Eso sí, lo que he hecho Javier Negrete no es nuevo. Todo género cuando alcanza ese estadio donde las tramas y sus aparatos se vuelven habituales (hubo una época, supongo, en la que la pistola láser y el malvado que cuenta su plan fueron verdaderas innovaciones) y los autores ya no tienen que pensar para usarlos es susceptible de relecturas irónicas. En la ciencia ficción es simplemente más raro quizá porque los lectores somos más reacios a tratar con humor un género que parece vemos demasiado en serio, y nos negamos a apreciar que su parafernalia es, en gran medida, un conjunto de lugares comunes. Entre los pocos que practican esa habilidad en el género fantástico, Dan Simmons (se atreve a escribir novelas irónicas sobre el género consciente de que se tratan de novelas de género) es quizá el representante más destacado.

Recapitulo. Lo que ha hecho Javier Negrete no es nuevo, pero le ha añadido algunas curiosas variaciones con las que tendrán que lidiar futuro practicantes de la forma.

Resumo. Una divertida e interesante novela corta de la mano de uno de los mejores escritores de la ciencia ficción española actual. Lo único que lamento es que el resto de la obra de Javier Negrete siga inédito.

Publicado originalmente en BEM 37.

Cronopaisaje de Gregory Benford

La reedición de un clásico es siempre satisfactoria, y Cronopaisaje es ya un clásico del género; a pesar de su relativa juventud (menos de quince años) es hoy una pieza indiscutible de la historia de la ciencia ficción.

Estamos en 1998. El mundo está sumido en un gran desastre ecológico. Los gobiernos imponen restricciones y burocráticamente intentan paliar el desastre. En esta situación, el físico John Renfrew propone una solución: enviar un mensaje por medio de taquiones -hipotéticas partículas que de existir viajarían a velocidades superiores a la de la luz- al pasado para advertirles de la catástrofe por venir.

De esta forma entra en el argumento otro mundo más: la California de 1962 donde Gordon Bernstein detecta accidentalmente esas emisiones. El problema está en mantener por un lado los mensaje en medio de un mundo que se desmorona y por otro en convencer al mundo de que se están recibiendo mensajes del futuro.

Según el autor, el tiempo es el tema rara vez comentado pero siempre presente de esta novela. Enviar un mensaje al pasado significa asumir que existe una continuidad en el tiempo, que el tiempo es de alguna forma un ente sólido. El tiempo como objeto es ese cronopaisaje al que hace referencia el título de la novela. Y sobre ese fondo se desarrolla el drama humano. Cronopaisaje es un intento de mostrar que el tiempo es uno de los problemas fundamentales de la física moderna. Cronopaisaje intenta hacernos ver que ese problema nos afecta a todos.

La imagen omnipresente en la novela es la de las ondas. El autor juega continuamente con imágenes oceánicas (juego que por supuesto se pierde en la traducción, ya que en español las palabras ‘ola’ y ‘onda’ no evocan el mismo fenómeno) mezclando las ondas de probabilidad de la mecánica cuántica con las olas del mar. Los personajes se dan cuenta de que viven en el espacio tiempo que es «Un gran animal en el oscuro mar» y en ese mar de probabilidad dónde somos como olas «rompiéndose en una blanca espuma».

Pero también se trata de una novela sobre la comunicación, o sobre la imposibilidad de la misma. No sólo el futuro intenta hablar con el pasado, sino que los personajes intentan hablar entre sí, sin alcanzarse o sin entenderse. Renfrew no consigue conectar con el burócrata Peterson del que depende para conseguir el dinero que mantenga el experimento en marcha. Gregory Markham (el alter ego de Gregory Benford en la novela, y el lector deberá recordar durante la lectura que Gregory Benford tiene un hermano gemelo) vive sólo para sus ecuaciones. Gordon intenta comunicarse con su madre, que vive en el universo de Nueva York, muy lejos del nuevo mundo de su hijo. Gordon Berstein debe además enfrentarse al mundo académico de la universidad para la que trabaja y a la difícil y compleja (aunque quizá sea complicada) relación que mantiene con su novia Pam.

Esta novela, en suma, puede disfrutarse de varias formas. El análisis de la vida académica muestra la ciencia tal y como es: un producto creado por seres humanos, con todas sus grandezas y miserias. Los personajes son todos grandiosos. Cada uno intenta su manera de adaptarse a los cambios por venir. Algunos intentan mantener la apariencia de orden, mientras que otros luchan hasta el final por lo que creen.

El lector puede apreciar además otro curioso juego. Al final, en el último capítulo, Gordon Bernstein está a punto de recibir un premios por su labor científica. En un momento comienza a hablarnos de su mujer y a recordar lo que sucedió después de la recepción del mensaje del futuro. Si el lector está atento, descubrirá que esos recuerdos aparentemente sin importancia recapitulan todo lo que ha sucedido en la novela.

Quizá la imagen más poderosa de esta novela sea la de unos estantes de cocina. Marjorie, la mujer de John Renfrew, le pide a su esposo que los coloque. John utiliza sus herramientas para asegurarse de que los estantes están perfectamente horizontales con respecto al suelo. Pero la casa está inclinada y da la impresión de que los estantes también lo están. De nada sirve que John Renfrew discuta los métodos empleados para montar los estantes, finalmente comenta: «la estantería está a plomo. Son las paredes las que están inclinadas» (p. 129). Más tarde, cuando el desastre se acrecienta, comprende que a veces son los estantes los que están inclinados y las paredes rectas.

Publicado originalmente en el número 5 del fanzine Kenbeo Kenmaro, 1994.

Jorge_Luis_Borges_1951,_by_Grete_SternDespués de casi 140 páginas de estudio, a Juan Nuño, en La filosofía de Borges1, no le queda más remedio que declarar sobre la filosofía de Borges que “Ni Borges ha pretendido en momento alguno de su obra hacer tal cosa ni esa supuesta filosofía, a la que aquí temerariamente se ha aludido más de una vez, se encuentra plantada en su obra por la hábil argucia expresiva del autor de los textos” (p. 137). Aun así, tal cosa que no existe, la filosofía de Borges, bien merecería existir y esa es la razón por la que el libro antes aludido fue escrito porque es innegable que muchos elementos de la obra de Borges nacen de una honda preocupación metafísica. Si se me permite citar de nuevo:

Borges es un espíritu obsesionado por unos cuantos temas verdaderamente metafísicos: el carácter fantasmagórico, alucinatorio, del mundo; la identidad, a través de la persistencia de la memoria; la realidad de lo conceptual, que prima sobre la irrealidad de los individuos, y, sobre todo, el tiempo, el “abismal problema del tiempo”, con la amenaza de sus repeticiones, de sus regresos, con la nota enfermiza de su ineludible poder que arrastra y devora y quema. (La filosofía de Borges, p. 10)

Y el tiempo es evidentemente el problema fundamental de la obra de Borges. A él dedico gran parte de un libro (Historia de la eternidad2) y el que quizás sea su ensayo más ambicioso, donde, con armas idealistas, pretendía refutar el tiempo: “Nueva refutación del tiempo”3. Pero incluso ahí, en el que parece el más puramente filosófico de sus textos no resistió la tentación, o el deber, de hacer literatura, al señalar, él mismo, que no puede haber una nueva refutación del tiempo ya que el adjetivo “nueva” reafirma el flujo temporal que se pretende refutar. Y ese es el mayor peligro de la obra de Borges: que se la considere un receptáculo de ciertas ideas filosóficas y no como literatura que hace uso expresivo y literario de ideas metafísicas:

Que en Borges haya ciertos y determinados temas filosóficos no deberá nunca entenderse como que su propósito fue hacer filosofía y menos aún que su obra entera rezuma o contiene claves metafísicas que sólo esperan por su despertar. (La filosofía de Borges, p, 13)

Voy a argumentar con estas debidas precauciones, y expreso aquí mi tesis para que el lector pueda durante su desarrollo mejor confutarla, que la idea del tiempo que se vislumbra en “Funes el memorioso” es básicamente la expresada en el ensayo “Nueva refutación del tiempo”. Partiré de la idea de un lenguaje infinito para argumentar mi causa. Pero debe entenderse, que en todo caso esa idea del tiempo es literatura.

Los cuentos de Borges son particularmente complejos en el uso que hacen de diversos modos de otros géneros para la narración (véase la profusión de notas periodísticas, falsas reseñas, textos atribuidos y notas necrológicas que conforman su obra) y el caso de “Funes el memorioso” es, en este respecto, similar al de “La Biblioteca de Babel”, “El Aleph” o “Pierre Menard, autor del Quijote” (por citar tres) donde el núcleo de la narración es un algo que en propiedad no puede existir, y que probablemente su propia existencia haría imposible la narración que lo contiene, pero que tiene que utilizarse dentro de un esquema narrativo más o menos clásico. La solución en “Funes el memorioso” es prescindir de casi todo: sólo la más suave justificación de trama existe y el propósito de Borges es simplemente expresar la visión que del mundo tendría un ser de memoria infinita y total. Así la narración no es sino una pieza que el narrador, poseedor de una considerable memoria él mismo, redacta, con el propósito de aparecer en un libro dedicado a la memoria de Funes, para contar su encuentro de una noche con Funes. El algo de esta narración es ese Ireneo Funes, uno de los monstruos alienígenas más remoto jamás creado en literatura, porque Funes es un monstruo: “Del compadrito mágico de mi cuento cabe afirmar que es un precursor del los superhombres, un Zarathustra suburbano y parcial; lo indiscutible es que es un monstruo.”4

La peculiar monstruosidad de este ser radica en poseer un memoria infinita y total. Todo lo que ha visto alguna vez lo recuerda, todo lo que ha leído alguna vez lo recuerda (aprende latín en una noche con la única ayuda de un diccionario). Como un ser de memoria infinita es imposible, tanto como la biblioteca infinita de “La Biblioteca de Babel” o el punto que contiene todos los demás puntos de “El Aleph”, Borges adopta ese peculiar uso de una memoria para narrar la inexistente acción. Para darnos la peculiar visión del mundo que tiene Funes, Borges, no pudiendo contar la historia desde el punto de vista del monstruo como hace en “La casa de Asterión”, nos hunde en el infinito uso del lenguaje del que es capaz Funes.

Tratándose como se trata del recuerdo de un hombre 50 años después de haber hablado por primera y última vez con Funes, un “Zarathustra cimarrón y vernáculo” (p. 122), recuerdo y memoria son ya el comienzo del cuento:

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. (p. 121)5

Funes adquiere, se nos dice, su portentosa memoria después de un accidente de caballo que le deja postrado en la cama. Sin embargo, Funes no se lamenta ya que “[Funes] Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo.” (p. 127). Así lo encuentra el narrador cuando va a reclamar unos libros en latín que le había prestado. Para su sorpresa oye a Funes recitar en latín. Después de descubrir que el fragmento que escucha está dedicado a la memoria el narrador comenta: “Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo.” (p. 126). Este es un recurso muy empleado por Borges: en el momento más importante de la narración el narrador hace un comentario que revela la ficción de la misma. Palabras sólo tiene el narrador y palabras debe utilizar para narrar lo inenarrable. Así el narrador de “El Aleph” dice de la misma forma: “Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza aquí mi desesperación de escritor” (p. 168)6, cuando debe comenzar a describir el Aleph. Este recurso, que desarma aparentemente al narrador, ayuda a Borges a conseguir el efecto que busca: admitiendo de antemano el fracaso, admitiendo el carácter de narración de lo que cuenta, se asegura la complicidad del lector.

El narrador y Funes hablan, previsiblemente, de la memoria. Pero Funes no posee sólo una memoria infinita, sino que además ve el mundo con una precisión y un detalle inhumanos, casi divinos. La narración de la caída es esta: “Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales” (p. 127) para, posteriormente, aclarar con un ejemplo:

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de una libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebrancho (pp. 127-128)

¿Qué descripción del mundo podría dar un ser así? El narrador ensaya el recuerdo de un lenguaje propuesto por Locke, que “en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama individual tuviera un nombre propio” (p. 130), pero lo desecha porque “Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo” Y lo rechazó, debido a la peculiar visión que tiene Funes de las cosas en el tiempo. Ese idioma es demasiado ambiguo porque:

No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversas forma; le molestaba que el perro de la tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). (p. 130)

El idioma ideado (y rechazado por Locke) no puede satisfacer por tanto a Funes porque:

Lo que le falta a ese idioma es la capacidad de captar las modificaciones temporales. no es suficiente prescindir de los géneros y atribuir a cada entidad del mundo un nombre individual; para cumplir con las condiciones del mundo de Funes habría que ir más lejos y atribuir un nombre propio a cada entidad del universo en cada instante infinitesimal del tiempo: tarea utópica, como es evidente. (“La infinitud del lenguaje en la obra de Jorge Luis Borges” en Borges y la literatura, p. 237)7

Evidentemente, si cada cosa individual en cada instante del tiempo es distinta, y debe tener, por tanto, nombre propio, el tiempo se desarma. Como Funes no puede olvidar, para él todos los individuos son distintos, le es imposible generalizar y por tanto le es imposible pensar, porque pensar es “olvidar, diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos” (p. 131). Pero aun más, no pudiendo olvidar que cada individuo es distinto en cada momento del tiempo, la permanencia del individuo queda también destrozada; no quedan sino instantes. Por esa razón a Funes “su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez” (p. 130). Funes “era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso” (p. 131).

En el mundo instantáneo de Funes no existe el tiempo causal. Cómo podría existir, si no tiene la posibilidad siquiera de establecer la existencia de individuos que se conservan a lo largo del tiempo. Si Heráclito no podía bañarse dos veces en el mismo río, Funes no puede ver dos veces al mismo individuo. Nuestra visión del tiempo se sustenta en suponer la existencia de cosas que conservan se esencia mientras el tiempo pasa; es así como establecemos la idea del flujo temporal. Si no hay cosas que permanezcan en el tiempo, la idea del flujo temporal queda en entredicho por innecesaria8. El tiempo es para Funes infinitamente divisible: “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”, uno puede seguir, y como en la paradoja de Zenón subdividir el intervalo temporal entre las tres y catorce y las tres y cuarto, como si Aquiles persiguiese infinitamente al individuo. El tiempo es además acausal, porque el individuo de las tres y catorce no guarda relación con el individuo de la tres y quince, o porque uno se niega a ver tal relación.

Y esa es precisamente la idea que recorre “Nueva refutación del tiempo”. Borges parte del idealismo de Berkeley; ya que si éste refutó la materia, Borges siente que podía igualmente haber refutado el tiempo. Todo el argumento del ensayo gira alrededor de esa idea: la refutación del tiempo que Berkeley podía haber construido9. Después de exponer las tesis idealista de Berkeley y Hume, Borges sostiene: “Sin embargo, negadas las materia y el espíritu, que son continuidades, negado también el espacio, no sé que derecho tenemos esa continuidad que es el tiempo.” (p. 175).

Y así, Borges procede a negar la sucesión temporal. El tiempo no son sino instante, que no guarda relación con ninguno anterior ni posterior, porque no se puede establecer un orden entre ellos: “Negar el tiempo es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de los términos de dos serie” (p. 185), y antes había dicho: “Me dicen que el presente, el specius present de los psicólogos, dura entre unos segundos y una minúscula fracción de segundo; eso dura la historia del universo. Mejor dicho, no hay esa historia, como no hay la vida de un hombre, ni siquiera una de sus noches; cada momento que vivimos existe, no su imaginario conjunto” (176).

Qué similares suenan estas palabras a las descripción de la visión de Funes. Donde el tiempo no existe, sólo existen los instantes, donde no existe el sincronismo entre instantes no existe la causalidad: “cada instante es autónomo. Ni la venganza ni el perdón de las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado.” (p. 176).

Pero, ¿es posible vivir en ese tiempo inexistente?

And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. (p. 187)

No se puede, no se puede vivir sin el tiempo. Al final del ambicioso proyecto de negar el tiempo, a Borges sólo le espera la derrota, la derrota admitida casi de antemano. No nos puede sorprender por tanto que Funes también sea derrotado y que bajo el peso de los instantes del tiempo muera a los veintiún años.

Notas

  1. Juan Nuño, La filosofía de Borges, Fondo de Cultura Económica, México, 1986.
  2. Jorge Luis Borges, Historia de la eternidad, Alianza Editorial, Madrid, 1987.
  3. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, Alianza Editorial, Madrid, 1989. (Todas las citas son de esta edición)
  4. “Fragmento sobre Joyce” incluido en: Emir Rodriguez Monegal. Borges por él mismo, Editorial Laila, Barcelona, 1983, página 148.
  5. Todas las citas de: Jorge Luis Borges, Ficciones, Alianza Editorial, Madrid, 1989.
  6. En: Jorge Luis Borges, El Aleph, Alianza Editorial, Madrid, 1992.
  7. Victorino Polo García (compilador), Borges y la literatura, Universidad de Murcia, Murcia, 1989.
  8. Evidentemente, esto es sólo una interpretación. En el cuento, aunque Funes se nos muestre (más bien se construye) como incapaz de pensar o de sentir el flujo del tiempo, las necesidades narrativas obligan a que aun así el personaje tenga reacciones que impliquen algo de pensamiento y de conciencia del tiempo. Si así no fuese, el cuento no podría existir. La grandeza como narrador de Borges es la habilidad para dentro de las limitaciones de la narraciones conjurar objetos y personas imposibles.
  9. Sabemos sin embargo que en la Biblioteca de Babel existe una copia de esa refutación: “las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó” se dice en una de las enumeraciones caótica de “La Biblioteca de Babel” (Ficciones, Alianza Editorial, Madrid, 1989)

Lost, Edmund Burke y lo sublime

El domingo 21 de 2010 (dentro de 33 años), a las 11, doy en el EBE 10 una charla titulada «¿Hay vida después de LOST?”. Preparándola, he decidido que la charla debía tener extras. Y este es el cuarto. Todo DVD que se precie tiene un extra oculto.

En 1988, la revista de estudios de ciencia ficción Foundation publicó en su número 42 un ensayo de Cornel Robu titulado “A Key to Science Fiction: The Sublime”. Recuerdo el enorme impacto que me causó su lectura. Me pareció que por primera vez alguien expresaba el placer que se derivaba de la lectura de ciencia ficción, placer que el término habitual —sentido de la maravilla— capturaba vagamente. Lo sublime —siguiendo las ideas de Edmund Burke y Kant— se manifestaba como el elemento definitorio del género, el hilo que conectaba por completo la experiencia de acercarse a la ciencia ficción. Como una de esas teorías simples pero con gran poder explicativo.

No tengo a mano, por desgracia, el ensayo original de Robu, aunque sí el libro de Burke: A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful al que se refiere, por lo que —demostrando atrevimiento y falta de sentido común— voy a intentar apuntar unas ideas sobre Lost y lo sublime.

Lo sublime es una forma de terror al enfrentarnos a lo que sentimos como infinito. No es terror exactamente, porque sabemos que nada nos va a hacer daño. Es una vacilación de la mente, una forma de asombro, un cierto placer al enfrentarnos a algo que claramente nos trasciende. Evidentemente, no hay nada infinito, así que ese enfrentamiento es literalmente imposible. Pero por suerte, o desgracia, hay elementos que a la mente humana le cuesta procesar, que interpreta como potencialmente ilimitados y por tanto producen la sensación de lo sublime.

En su libro, Burke detalla vario de esos elementos. El gigantismo, las medidas desproporcionadas producen esa sensación, el efecto del que se aprovecha tanto catedrales como otro tipo de edificios —aspirantes a templos— que intentan confundir a la mente. La sucesión de elementos uniformes, la repetición —como la sucesión de columnas de la mezquita de Córdoba— producen también esa sensación. La naturaleza, cuando se manifiesta más agreste, más enorme, más inhumana, es también fuente de lo sublime. La oscuridad —que es potencialmente ilimitada— o la luz brillante —porque a todos los efectos anula nuestra visión— también lo son. Lo sublime es, digamos, un placer derivado de la mente enfrentada con sus propias limitaciones.

Hay dos aspectos que debemos nombrar de los sublime. En primer lugar, que se trata de una sensación muy romántica, relacionada con las montañas, los cielos abiertos, la naturaleza mayor que el ser humano. También, que lo sublime es una forma de trascendencia y no tiene relación con la belleza. Digamos que lo sublime es ortogonal a la belleza y lo bello no precisa ser sublime y lo sublime no precisa ser bello.

Se observa de inmediato que hay una relación muy marcada entre lo sublime —así descrito– y la ciencia ficción, como apuntaba el ensayo de Robu. Son recursos habituales del género las formas desproporcionadas, las vastas regiones espaciales o las grandes medidas de tiempo. Sin ir muy lejos, y manteniéndonos siempre cerca del modelo de Lost, Star Wars hace en muchas ocasiones uso de ese efecto. El gigantesco destructor espacial que parece interminable o la estación de combate del tamaño de un planeta juegan con la idea de grandes construcciones y de dimensiones enormes.

Creo que Lost fue siempre muy consciente de ese aspecto de los sublime y que lo aprovechó en varias ocasiones (dejando de lado que la misma isla es un ejemplo, como naturaleza agreste e inhumana que es). Especialmente al final de las temporadas, cuando la serie ejecutaba una de sus operaciones más arriesgadas y reiniciaba el mundo de la narración. El final de cada temporada, el espectador se encuentra con que la historia que creía estar viendo era realmente mucho mayor de lo que había supuesto hasta el momento. Es más, situaciones que parecían de gran importancia —la Iniciativa Dharma o el Black Rock— resultaban de pronto ser notas al pie de una realidad mucho más amplia y más compleja. Y esos reinicios venían inevitablemente acompañados de una sensación de lo sublime.

Tomemos, por ejemplo, mi final menos preferido: el de la cuarta temporada. Hay varios momentos, hacia el final, donde se hace referencias a acciones enormes, en particular cuando Locke dice que deben mover la isla. Ya la simple idea —aunque en el contexto de la serie suene a normal— es asombrosa. Pero lo realmente asombroso se produce cuando lo personajes y nosotros presenciamos la ausencia total de la isla. De pronto hay literalmente un agujero inmenso en el mar. La ausencia absoluta de la isla es uno de esos momentos que causan más impresión que la existencia en sí de la isla. La mente se enfrenta a lo que no puede no estar ahí.

El efecto es todavía más evidente en la primera temporada, cuando por fin se abre la famosa hatch. Hasta ese punto, la serie ha tratado de un grupo de supervivientes de un accidente de aviación. Ha habido muchas pistas apuntando a algo más. Pero al abrir la compuerta, la serie inicia por primera vez el proceso de reinicio. La realidad que conocemos se enfrenta ahora a un túnel negro que parece descender monótonamente hacia el interior de la tierra, como si no fuese a detenerse nunca. Es nuestro primer enfrentamiento con un infinito simulado en la serie. Es la primera indicación de que en la serie no hay más… hay mucho más. Luego descubriremos el mundo de Dharma y pensaremos, durante un tiempo, que eso es muy importante.

Al final de la tercera temporada se produce un proceso que creo que es francamente interesante. Vemos a Jack llamando al carguero y también lo vemos fuera de la isla, deseando volver. Creo que en ese momento se produce unos de los procesos de dislocación mental más logrados de la serie, con esa yuxtaposición de dos momentos temporales que se contextualizan mutuamente. De pronto conocemos el resultado de algo que hemos visto empezar. Además, una de las certezas de la serie se hace añicos. Creíamos, tontamente, que la salida de los perdidos sería el final de la serie, pero ahora descubrimos que no. La serie es más compleja de lo que creíamos y su resolución final exigirá salir y volver. Sin embargo, en ese punto, no sabemos cómo se producirá la salida y ciertamente, nos queda la duda de cómo se producirá el regreso. En ese momento, empezamos a ser conscientes de que la serie trata con escalas temporales mayores de las que creíamos.

Y al final de la quinta, descubrimos hasta qué punto. El último episodio se inicia con dos personajes —Jacob y el hombre vestido de negro— que conversan en una playa. La conversación da a entender una larga relación y un odio ancestral. Además, se da a entender que lo que va a comenzar ahora –el Black Rock se ve en el horizonte— no es más que un ciclo de muchos que se han ido repitiendo una y otra vez. De nuevo, la serie se abre en el tiempo, se lanza bruscamente hacia atrás, dejándonos ver que los límites temporales que creíamos conocer son demasiado pequeños. Durante un momento nos enfrentamos a un tiempo ilimitado, sin saber cuántas veces se ha repetido esa misma situación. Se prepara así el momento de demostrar que la narración se había iniciado realmente miles de años en el pasado.

Por si fuera poco, la quinta temporada ofrece un detalle más. El logotipo final de la serie aparece superpuesto sobre el blanco —en lugar del negro habitual—, recordando el brillo súbito, algo que abruma de pronto a nuestros sentidos. Es un cambio brusco, inesperado, que ofrece el máximo contraste con lo anterior. En suma, una sobrecarga más.

La sexta temporada es la que quizá ofrece menos ejemplos. Quizá, porque la serie está terminando y ya no es preciso reiniciarla. Sin embargo, los hay. El faro que de pronto aparece, la luz que mana del centro de la isla y luego fluye por las puertas del limbo o la vasta arquitectura por la que pasa Jack antes de llegar a encontrarse con su padre (pasa bajo un ángel que parece estar mucho más alto de lo que es posible). Pero yo ofrecería como mejor ejemplo, el entorno en la fuente de la luz. Cuando descienden hasta allí Jack y Desmond, vemos que se trata de un lugar donde hay muchas muestras de actividad humana. Incluso hay esqueletos. Todo ello da a entender una marco temporal todavía mayor, una época incluso anterior a la madre de Jacob. No era necesario mostrarlo, esa zona podría haber sido limpia y estanca, por lo que claramente se trata de una decisión consciente.

Creo, sin embargo, que es la segunda temporada la que ofrece ejemplos más claro. Tenemos primero la estatua, que con un único pie sugiere ya un gigantismo desmesurado. De nuevo es también un ejemplo de ausencia, donde la falta de la mayor parte de la estatua ofrece una sensación todavía mayor de infinitud al negárselos siquiera la posibilidad de delimitar su forma. Además, es un elemento que en absoluto esperamos, que no encaja con nada de la serie que conocemos hasta ese momento, y que revela de nuevo una escala temporal muy diferente a la que creíamos. Ya se encarga Sayid de destacar el carácter anómalo de la desaparición, haciendo referencia a lo que falta.

La enorme energía liberada en la destrucción de la estación Cisne y el cielo violeta son otras muestras evidente de fenómenos —como un terremoto— que trascienden las dimensiones humanas. Incluso hay un sonido ensordecedor que sobrecarga los sentidos de todos los que están allí. Son fenómenos a los que el ser humano debe enfrentarse impotente, dejándose llevar por las tremendas energía liberadas. Como una tormenta en el mar.

El final de la segunda temporada es mi preferido ya por lo que he contado. Pero mejora aún más. Es también el final donde descubrimos que el mundo exterior sigue existiendo, que el ámbito limitado de la isla no lo es tanto. Y lo hacemos, además, a través de un mecanismo asombroso: una estación de escucha situada en una región helada, una capa de blanco que parece extenderse indefinidamente, recordándonos el blanco terrible de Poe o de Melville. Y también un lugar de blanco uniforme que contrasta con la exuberante vegetación de la isla, como si es tratase de su opuesto tanto geográfico como simbólico.

En resumen, creo que Lost es muy consciente de lo sublime, que usa sus mecanismos repetidamente para reiniciar la serie periódicamente, evitando así la rutina y ampliando su alcance, y además como recordatorio de sus orígenes fantásticos y de ciencia ficción, ofreciendo el placer del asombro para atrapar al espectador. Uno de los placeres de ver la serie radica precisamente en dejarse seducir por la escala siempre creciente de lo que nos cuenta.

Dejo aquí el apunte.

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