Bajo el Tokio quizá futurista de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas se extiende un laberíntico mundo subterráneo poblado por temibles criaturas de pesadilla, los tinieblos, que quizá simplemente sean pesadillas. En la superficie, dos grupos enfrentados, el Sistema y la Factoría, mueven a sus agentes, calculadores y semióticos, en un duelo mortal. Los calculadores cifran datos con sus cerebros modificados y los semióticos intentan robarlos, en ocasiones abriendo esos mismos cerebros. O quizá no sea así, quizá en última instancia esa batalla sea ilusoria, y en el más alto escalafón, la Factoría y el Sistema sean exactamente la misma organización y los nombres de sus agentes reflejen exactamente su función.
Eso es «el despiadado país de las maravillas», donde un calculador es requerido para prestar sus servicio. Tras un enigmático viaje en un ascensor inmaculado que no parece moverse, una joven algo rellenita, y que en ese momento no puede hablar, le guía –previa referencia a Proust- hasta una cascada subterránea. Allí conoce al anciano abuelo de la joven, un brillante científico que estudia los sonidos emitidos por los cráneos. Le han convocado, supuestamente, para cifrar unos datos. La disposición especial de sus hemisferios cerebrales le permite «lavarlos» sin que sea posible reconstruir los originales. Al salir, recibe un regalo. El cráneo de un mamífero parecido a un caballo de pequeño tamaño al que le faltase un cuerno.
La otra línea narrativa de la novela es la de «el fin del mundo», un lugar que parece existir en la eternidad (mientras que «el despiadado país de las maravillas» parece discurrir en tiempo real). Un hombre –que no recuerda nada de su vida anterior- llega a las puertas de una ciudad de altos muros. Para entrar debe renunciar a su sombra, que sólo podrá recuperar al abandonar la ciudad. Por desgracia, nadie puede salir de la ciudad. Los únicos capaces de irse son los pájaros, porque pueden volar sobre las murallas, llevándose con ellos… ¿qué?… ¿y a dónde?
El hombre, tras una extraña operación ocular, se convierte en lector de sueños, lo registrado en los cráneos de unicornios, los mismos unicornios que recorren los campos de la ciudad y cuyo cambio de pelaje es un espectáculo para sus moradores. Por cierto, en esa ciudad todos parecen haber perdido el corazón (y, como nos recuerda una nota al pie, «corazón» en japonés tiene un campo semántico mucho más amplio). Y un detalle más, la sombra, separada de su dueño, no sobrevivirá durante mucho tiempo.
Esos dos mundo, relacionados sutilmente, se van construyendo narrativamente en capítulos alternos, y van confluyendo –aunque no como esperabas- a medida que avanza la novela. El realismo ciberpunk de «el despiadado país de las maravillas» se va tiñendo de elementos fantásticos, y la fantasía de «el fin del mundo» va adoptando tintes industriales. Unos personajes reflejan a otros, y quizá preguntas planteadas en uno se responden en el otro. Sin embargo, no son nunca mundos especulares, sino más bien… no sé, como piezas de un puzzle, destinadas a encajar de alguna forma, quizá después de los adecuados recortes con el bisturí.
El protagonista de «el despiadado país de las maravilla» se encuentra de pronto perseguido. ¿Fue algo que hizo el científico? ¿Qué importancia tiene ese cráneo misterioso? ¿Quién le persigue? ¿Los semióticos? ¿O una tercera organización desconocida? Cuando el científico desaparece, debe ayudar a su nieta a encontrarle, embarcándose así en su personal catábasis, su arriesgado descenso al inframundo –trámite obligado para casi todo personaje de Haruki Murakami-, porque su propia vida parece depender de las respuestas que puesta darle el anciano. ¿Qué pasó en esas primeras páginas de la novela, entre reflexiones sobre los mejores sofás y la importancia del cuchillo para la correcta preparación de un emparedado, cuando procesaba datos? ¿Su cerebro, ya dividido para poder realizar su peculiar cifrado, sufrió alguna alteración adicional?
En «el fin del mundo», el hombre intenta adaptarse a la peculiar vida en la ciudad. Los ciudadanos no parecen tener alma, ni conocimiento de las delicias estéticas; lo instrumentos musicales están todos abandonados. El jefe del lugar parece ser un extraño guardián, cuyo poder es incontestable. Un militar retirado le va dando más detalles. Descubre que en los bosques habitan algunas personas que todavía conservan el corazón y que quizá podrían ayudarle. Aunque limitado por la operación ocular, que le ha dejado con una excesiva sensibilidad a la luz, lo que le retiene durante horas en su cuarto, decide escapar. Su cómplice resulta ser su sombra, que le indica lo que debe reunir para intentar huir de la ciudad de la que nadie, ni siquiera él, puede salir.
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas es una novela asombrosamente ambiciosa y una extraordinaria sucesión de detalles y metáforas engarzadas que examinan, delimitan y exploran un único tema que se divide en muchos para volver a converger al final. Cada uno de los mundos desarrolla con precisión su versión del análisis, y el acercamiento de los mundos, que no es total porque no puede serlo, nos informa sobre el proceso que nos permite construir la realidad que nos rodea. Es más, a medida que avanza la narración, los dos mundos bien podrían intercambiar sus nombres. La combinación de elementos de ciencia ficción y fantasía producen, curiosamente, una extraña forma de realismo temático. Es como si ciertas cosas sólo se pudiesen describir mejor desde mundos más o menos distorsionados.
El proceso extraordinario de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas se produce cuando comprendes de qué va, a qué vericuetos y a qué pozos se refiere continuamente, qué son esos túneles subterráneos o por qué esos mundos requieren tantos clips. Si eres como yo, sólo te darás cuenta en el momento de la explicación. Luego la releerás y comprenderás que todos los detalles estaba allí desde el principio, que deberías haber mirado ese mapa y haberlo entendido de inmediato. Si lo comprendes al empezar, irás comprobando cómo todo va encajando, como los juegos de imágenes, referencias y metáforas van definiendo el objeto de la narración, ese lugar que creemos conocer pero que en realidad es un territorio totalmente inexplorado al que nosotros, y únicamente nosotros, podemos aventurarnos, y aún así exclusivamente bajo las condiciones más extraordinarias.
Muchos de los temas tratados, una nube de ellos con un centro bien claro, aparecen en otras novelas de Murakami. También es habitual la mezcla de elementos realistas y momentos fantásticos. Pero nunca como en esta novela, con tanta contundencia y con unos resultados tan espectaculares. Abundan las ironías y frases pronunciadas sin pensar que se revelan posteriormente cargadas de significado. El distanciamiento burlón del protagonista de «el despiadado país de las maravillas» contrasta perfectamente con la aproximación sensorial del héroe de «el fin del mundo». Leer El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas es entrar voluntariamente en un vertiginoso torbellinos de imágenes que va revelando el corazón de la novela. Una lectura apasionante. Su mejor novela.