Gilead, de Marilynne Robinson

“A veces me siento como si fuera un niño que abre los ojos al mundo, ve cosas asombrosas cuyos nombres nunca conocerá y luego tiene que volver a cerrarlos”

Existen obras de arte capaces de reconciliarte con la condición humana y, desde mi punto de vista, Gilead es una de ellas. Y lo es, entre otros motivos, porque consigue describir lo que significa ser un animal con conciencia en un universo indiferente e incomprensible, pleno de belleza y de dolor, pero lo hace a través de la mirada y las palabras de un anciano, profundamente religioso, pastor de una paupérrima congregación en una desolada zona de la América rural del primer tercio del siglo XX. John Ames recuerda y se despide del mundo escribiendo una carta a su único hijo, aquel que nació cuando él ya no contaba con que el amor y la ternura llegaran a su vida y al que sabe que no verá crecer. Es, como muchos de los regalos que otorga ese dios al que ha dedicado su existencia, un pequeño milagro en el que la felicidad va unida a la pérdida.

Gilead, de Marilynne Robinson

Consigue describir lo que significa ser un animal con conciencia en un universo indiferente e incomprensible

Ames es hijo y nieto de predicadores, un destino marcado que en su caso llegó a convertirse en vocación auténtica. Fuera de su pequeño pueblo, Gilead, tan solo ha estado en un par de ocasiones, la primera, siendo un niño y acompañado de su padre en busca de la tumba de su abuelo, atravesando un estado de Kansas asolado por la sequía y el hambre; la segunda, para estudiar en el seminario y regresar convertido en pastor a hacerse cargo de su congregación. Ha vivido una vida sencilla, despojada incluso de lo más esencial y al margen de los grandes acontecimientos de su época, de los que solo ha experimentado, como la mayoría de los que le rodean, la cuota de dolor que éstos dejan incluso en los lugares más remotos. Toda su existencia ha transcurrido entre las mismas personas, casi todas con una vida tan sencilla como la suya y a muchas de las cuales conoce desde su infancia, pero es el conocimiento profundo de estos seres humanos, un conocimiento teñido de compasión, la auténtica, la que parte de la introspección y la sinceridad con respecto a uno mismo y que deja poco margen para el juicio severo, el que le ha otorgado una visión completa del mundo. Ha conocido el amor y la amistad, la soledad, el dolor, el sufrimiento y la pérdida, la bondad, la violencia, la alegría, la belleza y el horror de este mundo, sus pequeñas y grandes miserias. Ha observado y ha reflexionado sobre todo ello. Y ha conseguido encontrar en medio de todo esos pequeños instantes, esos destellos de pura felicidad que redimen en parte de toda la fealdad que se acumula en cualquier vida humana.

Siente de una forma profunda el asombro ante la inmensidad de un mundo difícil de comprender, en contacto directo con una naturaleza poco clemente con la vida de los hombres. Se ha impuesto como misión en ese mundo acompañar y confortar a otros seres humanos, abrumados por penas y dudas que en muchas ocasiones comparte y, sin embargo, a lo largo de toda su vida, la presencia de dios es algo tan real para él como pueden serlo el agua que bebe o el aire que respira, encuentra en dicha presencia no solo un sentido para su existencia, sino un medio a través del cual reconciliarse con los fallos propios y ajenos.

Ahora, ya anciano y enfrentado a su propia desaparición, desea dejar a su hijo de siete años la única herencia de la que dispone: la experiencia acumulada en una vida vivida con plena conciencia, en la que se ha visto obligado a reflexionar a fondo sobre sus muchas contradicciones, con la esperanza de que en dicha narración su hijo tenga al menos un atisbo de quién fue su padre y, sobre todo, comprenda el amor que éste le ha profesado y que, a falta de bienes materiales, ese amor constituya un soporte en los tiempos difíciles que sabe que se avecinan.

En medio de la placidez de los que intuye que serán sus últimos días aparece un elemento perturbador, el hijo de su amigo más antiguo, al que apadrinó y con el que siempre ha tenido una relación complicada y que regresa al hogar paterno después de una larga ausencia, tras huir del pueblo en su juventud por turbios asuntos, causantes de gran dolor y decepción para su familia. Su aparición confronta a John Ames con algunas de las emociones a las que creía haber vencido para siempre: ira, rencor, celos… Y es aquí, en las páginas dedicadas a describir con asombrosa precisión y sutileza el torrente de sentimientos que dicha presencia desencadena en el predicador, donde la novela revela la enorme talla literaria de su autora que consigue completar el retrato de un personaje absolutamente inolvidable.

Pocas experiencias vitales más alejadas de la mía, visiones del mundo más diferentes a la que yo tengo o creencias más opuestas a las que comparto que las que narra esta novela. Y pocas han conseguido conmoverme de la forma en que ésta lo ha hecho. Lo ha conseguido, como con otros muchos lectores, a través de una prosa de deslumbrante sencillez, con pasajes de una gran belleza y gracias a un personaje que consigue transmitir la experiencia religiosa que da sentido a su vida y configura su visión del mundo de una forma que cualquier ser humano con un mínimo de sensibilidad puede entender sin necesidad de compartir dichas creencias. Y no, no estamos hablando de una pseudofilosofía exótica y ligera, adaptada a la escéptica mentalidad contemporánea, estamos hablando de cristianismo puro y duro, es más, estamos hablando de calvinismo, en el que es especialista Marylinne Robinson, autora que, además de una respetada y premiada escritora e intelectual norteamericana, es un miembro activo de la Iglesia Congregacionalista de Estados Unidos, para la que enseña e incluso predica.

Decía, pues, al principio de esta reseña, que es ésta una de esas obras que me reconcilia con el ser humano, y lo hace porque, además de ser una novela maravillosa desde una perspectiva literaria, es un ejemplo de que el arte como creación puramente humana y en cualquiera de sus múltiples manifestaciones, tiene la virtud de trascender la experiencia individual y reflejar aquello que todos tenemos en común por encima de nuestras diferencias y no deja de ser también un pequeño milagro el que seamos capaces de conectar con alguien tan diferente a nosotros, que puede hablar otro idioma, pertenecer a una cultura completamente ajena, tener ideas opuestas a las nuestras o, incluso, llevar muerto setecientos años.

Categoría: Ficción, Libros

María Castro

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