para Eva Jorge
Unos pocos cronistas afirman que en el sepulcro de la Catedral yace en realidad un perro. También hay quien dice, tirando hacia la patria, que desde su torre más alta el ojo de una vaca observa atentamente la ciudad. Fabulaciones aparte, sí es totalmente cierto que en las afueras de Santiago de Compostela habita el temible Papillón de Galicia.
Capturado mucho tiempo atrás en el sudeste de África, trasladado a una tierra lejana, ahora contempla con ojos feroces a los fascinados visitantes que se atreven a contemplarlo a él.
La desmesurada envergadura de sus alas y la desproporcionada longitud de su cuerpo exigen un recinto adecuadamente descomunal, una jaula palaciega capaz de contener su delicada fuerza, la resistente fragilidad de sus formas. Un edificio singular para una bestia que lo es todavía más.
El Papillón invierte sus horas en ignotas e inaprensibles reflexiones de mariposa. ¿En qué piensa? ¿En aquella época feliz en la que volaba sobre las secretas regiones africanas? ¿Piensa quizá en devorar a los visitantes? Sólo podemos elucubrar porque su mente nos estará siempre vedada.
Pero debemos, sin embargo, destacar un ritual secreto que se produce aproximadamente una vez al año, aunque nunca en un momento preciso. El Papillón agita lentamente sus alas irisadas que reflejan en ese instante una luz especial, ejerciendo con ellas una alquimia lejana sobre los rayos del sol o la luna.
Pocos han tenido la suerte de contemplar un espectáculo al que las cámaras no hacen justicia. El silencio total, el movimiento gradual de las alas, la luz cambiante conforman una experiencia singular que muy pocos se atreven a describir, un raro momento de perfección, de sincronía entre el mundo y la mente. Los pocos valientes se limitan a señalar ese momento como el más hermosa de sus vidas.
Un único cronista, un tímido estudioso al que nadie hace caso, no ceja en repetir que ese rito secreto, lejos de un reflejo animal, es, ante todo, una ofrenda.